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B.B. King, mejor solo que mal acompañado

Tal día como hoy, en 1925, nacía en una pequeña cabaña en una plantación de algodón de Berclair (Mississippi) Riley B. King. Para celebrarlo, recordamos las críticas de dos discos contrapuestos: uno, Deuces Wild, junto con colaboradores de todo pelaje (no siempre con buenos resultados), y el otro, One Kind Favor, con una pequeña pero selecta banda.

A finales de la década de los noventa, a B. B. King le quedaba poco por demostrar: nadie discutía su corona de «rey del blues», y se había convertido en un personaje entrañable y mimado por la crítica y el público.

En su incansable intento por dejar claro que «quien tuvo, retuvo», y tal vez para dar a conocer su legado a las nuevas generaciones se enmarcó Deuces Wild (1997), posiblemente su disco más comercial, a tenor de la campaña publicitaria que desencadenó en su momento.

La idea era sencilla: reunirse con conocidos artistas –algunos demasiado mainstream– de diversos estilos, del funk al country, del pop al rap, para reconstruir algunas de las canciones más conocidas de su repertorio.

En este conglomerado de estrellas, algunas solo merecían un aprobado justo: la sobrevalorada Tracy Chapman, empequeñecida por el vozarrón de King en The Thrill Is Gone; el ubicuo Eric Clapton, a quien delataba su voz insultantemente blanca y británica en Rock Me Baby; la impersonal Dionne Warwick en Hummingbird, o el quemado Joe Cocker en Dangerous Mood.

Otros invitados rozaban el notable: Mick Hucknall (Simply Red) en el baladón Please Send Me Someone To Love; la siempre brillante Bonnie Raitt en el soul Baby I Love You; el pianista Jools Holland en el vibrante Pauly’s Birthday Boogie, y el normalmente insulso Paul Carrack, salvando la joya de Sam Cooke Bring It Home To Me.

También merecían similar nota The Rolling Stones, al devolver su expolio de la música negra en Paying The Cost To Be The Boss; el histriónico Zucchero, con su imitación de la voz del maestro en el elegante Let The Good Times Roll; el parlanchín Heavy D, con su unión de rap y blues en Keep It Coming, y las estrellas del country Marty Stuart (en el trepidante Confessin’ The Blues) y Willie Nelson (en Night Life).

Para el final, las matrículas de honor: Van Morrison recreaba su If You Love Me de forma magistral (pese a esa sección de cuerdas); D’Angelo llenaba de sensualidad Ain’t Nobody Home, con su voz entre lo arenoso y el falsete, y Dr. John llevaba su tratamiento funk a There Must Be A Better World Somewhere.

Sin llegar a la calidad de su Blues Summit (1993), donde se reunió con figuras contemporáneas del género, King dio un paso más para ascender al olimpo de los dioses del blues y darse a conocer al gran público… si es que alguien aún no lo conocía.

Mucho más interesante resultó su último trabajo, One Kind Favor (2008), uno de los mejores discos en estudio del veterano bluesman. En primer lugar, porque contaba con la producción del excelente T Bone Burnett.

En este caso, esto se tradujo en un sonido desnudo, apoyado en una magnífica banda integrada por Dr. John al piano, Jim Keltner y Jay Bellerose a la batería y Nathan East y Mike Elizondo al contrabajo, además de unos discretos metales.

En segundo lugar, porque no contaba con convidados de piedra o moscas cojoneras (léase Eric Clapton y similares). Y, en tercer lugar, porque era un álbum de puro blues, una colección de clásicos de Lonnie Johnson (My Love Is Down), Blind Lemon Jefferson (See That My Grave Is Kept Clean), T-Bone Walker (I Get So Weary), Howlin’ Wolf (How Many More Years), The Mississippi Sheiks (The World Is Gone Wrong, Sitting On Top Of The World) y John Lee Hooker (Blues Before Sunrise) que el guitarrista nunca antes había grabado.

Este no era el King de los grandes estadios: era el que volvía a sus raíces, a las tabernas de Nueva Orleans (gracias al piano barrelhouse de Dr. John), a las baladas suplicantes, al pecado de la carne. Sí, y todo eso cuando tenía ya 83 años.

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