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Say it loud, I’m aspie and I’m proud!!!

Diferente por naturaleza, y nunca mejor dicho. Ilustración: ChatGPT/MBA

Memorias es la sección de Ciudad Criolla donde publico los artículos más personales, vinculados a mis experiencias vitales y profesionales. En esta ocasión, me abro en canal para confesar un secreto que algunos tal vez sospechaban y que, a lo mejor, sorprenderá a otros. ¿Era necesario, se preguntará más de uno? Por supuesto, al menos para mí.

Siempre me he sentido diferente, desde la infancia: no me gustaba el deporte, ni la música que escuchaban mis compañeros, ni sus juegos. Me refugiaba en mí mismo y prefería escribir historias, leer cómics de superhéroes o jugar con mis madelman o action figures de Superman y Spider-Man —que, por cierto, no hablaban entre ellos, solo peleaban—. No sufrí acoso, aunque solían decirme que nunca sabían si estaba triste o alegre, porque mi rostro permanecía imperturbable.

Los informes escolares me consideraban “inteligente, tímido, introvertido, inseguro, poco sociable, constante en mis aficiones, con aptitudes psicomotrices deficientes, pero con inteligencia alta y memoria lógica”. “Muy completo, aunque sigue siendo temeroso”, escribía en 1971 mi querida profesora de Literatura, la señorita Mercedes Climent, la maestra que alentó mi interés por la escritura desde muy pequeño, cuando leyó mi relato apócrifo sobre el origen del héroe pulp Doc Savage.

De adolescente, podría haber sido carne de cañón, víctima de curas pederastas cuando estudié en el colegio de los Jesuitas de Caspe, pero me libré… y eso que tuve como profesor a uno de los que ha salido en los medios acusado de ese delito, algo de sobras conocido ya en esa época, aunque se saldó con su exilio forzado a Bolivia. Eso sí, pronto marqué la diferencia en ese entorno religioso de sotanas y culpabilidad. 

En uno de esos ridículos juegos para conocer a tus nuevos compañeros el primer día de clase, debías escribir tus virtudes en una tarjeta que llevabas colgada en el pecho (los jesuitas eran muy progres…). Yo la dejé en blanco, lo que hizo saltar todas las alarmas y provocó que me llevaran a un despacho para interrogarme al respecto bajo la luz de un flexo. Al final, y para zanjar el tema porque estaba empezando a agobiarme, dije que era “muy puntual” (algo que, por otra parte, es muy cierto).

Mi yo infantil: el niño diferente y solitario, siempre serio en las fotos. Foto: Miquel Botella Pont

Cambio de tercio: mi relación con las chicas/mujeres siempre ha sido muy traumática. Nunca tuve la habilidad de interpretar las señales para saber si estaban interesadas por mí… Y eso que mi primer amor —una mexicana llamada Jasive— llegó antes de los 10 años. Prácticamente debía esperar a que ellas llevaran la iniciativa para darme por aludido. Como consecuencia, un montón de batacazos, a cuál más humillante.

Eso me provocaba una ansiedad que me ha acompañado toda la vida —medicación mediante—. Y empecé a sufrir por amor y por desamor… hasta acabar con una depresión, provocada por el doblete ruptura y despido. Y entonces supe que me hubiera gustado ser como el Mr. Spock de Star Trek —aún conservo su action figure setentera—, ese híbrido vulcano-humano sin sentimientos cuya vida se regía por la lógica. Era la única manera de no padecer dolor emocional.

Y si hablamos del ámbito laboral, tampoco lo he tenido fácil. Me cuesta trabajar en equipo, aceptar órdenes o métodos cuando considero que son erróneos y participar en las actividades sociales para cohesionar el grupo (cenas de navidad, cumpleaños, etcétera). Sí, reconozco que puedo resultar conflictivo. De hecho, en una empresa no me renovaron por mi “trato poco humano” (sic) con mis compañeros. El problema es que ellos no hacían bien su trabajo. Me fui orgulloso.

Por estas y otras razones —la necesidad de rutinas, la hipersensibilidad sensorial (no soporto ciertos ruidos y olores), las dificultades para entender las emociones ajenas y las normas, la reticencia a los cambios, los intereses intensos en temas específicos, la preferencia por la soledad, la incomodidad en contextos sociales, la atención al detalle y muchas más— siempre he pensado que no era como los demás. 

Y en los últimos dos años se me metió en la cabeza la idea de que tal vez era así, y quise averiguarlo y confirmar lo que intuía e incluso algunas personas muy cercanas a mí apuntaban. Hace meses me puse en manos de una psicóloga (Andrea Suazo, con la colaboración de su colega Anna Macián), decidido a saber la verdad. Tenía mis sospechas, y esas tenían un nombre concreto: Síndrome de Asperger.

El ídolo de mi adolescencia: from a logical point of view

Una de las preguntas que me planteé al principio de este proceso fue de qué me iba a servir a mis 61 años tener un diagnóstico positivo. Lo tenía claro: así podría sentirme aliviado al entender por qué mi vida ha sido como ha sido, por qué he fracasado en gran parte de mis relaciones personales e incluso laborales, por qué con mi talento —superior al de otros mediocres que han sabido jugar sus cartas sociales— no he llegado más lejos profesionalmente.

Después de varias semanas, de la anamnesis o entrevista clínica, de diversas pruebas psicológicas específicas realizadas por Andrea y Anna —RAADS-R, Test AQ, ADI-R y ADOS-2 Módulo 4, además de entrevistas con mi hermana y mi pareja actual— y de aportar un número razonable de informes escolares de mi lejana época infantil (el periodo entre 1970 y 1977), los resultados no han dejado lugar a dudas. 

Y este es el diagnóstico, sin filtros y directo a la yugular, explicado a lo largo de un completo informe de diecisiete páginas, que no detallaré para no abrumar con datos: “Trastorno del Espectro Autista (TEA) en un perfil de alto funcionamiento, sin impacto significativo en su autonomía personal ni en su desempeño académico o social general, anteriormente conocido como Síndrome de Asperger”.

O, expresado con más precisión según el código de la CIE-11, la última actualización de la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud, “6A02.0 – Trastorno del espectro del autismo sin discapacidad intelectual y con lenguaje funcional” (en el anterior CIE-10 la denominación era “F84.5 – Síndrome de Asperger”). A ver cuánto tardan en cambiarle de nuevo el nombre…

Como curiosidad, el informe de Andrea y Anna precisa que “este diagnóstico se sustenta coexistiendo con una sospecha de un nivel intelectual superior al promedio, detectado a través de algunas pruebas estandarizadas correspondientes a la Escala de Inteligencia de Wechsler para adultos”. Vaya, que ahora me he quedado con unas ganas tremendas de saber cuál es mi cociente intelectual…

La belleza de un cerebro poco común con un funcionamiento fuera de la norma

Y más tarde concluyen que “la evaluación indica un perfil claro dentro del espectro autista, nivel 1 de apoyo (el más leve), con posibles implicaciones en su bienestar emocional, relaciones interpersonales y adaptación a contextos nuevos o poco estructurados”. Y para los quisquillosos: no, con eso no puedo gozar de los beneficios fiscales de las personas con discapacidad. La mala suerte me acompaña…

¿De qué me sirve esta información? Por fin lo entiendo todo, comprendo el motivo de mi sufrimiento y de mi ansiedad, y me doy cuenta de que muchas de las cosas que hacía instintivamente tienen una explicación. Pero lo mejor es que lo acepto: no solo abrazo mi condición de neurodivergente —amo esa palabra— frente a las personas mal llamadas normales, neurotípicas o neuroaburridas, sino que me enorgullezco de ello.

Uno de los momentos más felices de mi vida fue cuando me declararon “no apto” (para mí, era lo mismo que decir “inútil”) para el servicio militar a consecuencia de mi miopía. Ahora, este diagnóstico me ha producido un efecto similar: debo ser de los pocos pacientes que se alegran de confirmar un trastorno como este (aunque, al parecer, en la edad adulta es normal aceptarlo como un alivio).

Algunas de las personas con las que me he cruzado en todos los ámbitos (laboral, académico, amoroso) pensarán: “Ya veía yo que este tío no era normal”. Otros exclamarán: “¡Pues no lo parece!”. Pero a esos compañeros de clase, amigos (pocos) y enemigos, admiradores y detractores, colegas de trabajo, familiares, conocidos, exnovias y examantes solo les digo: “¿Y tú, acaso eres normal?”. Porque a lo mejor prefiero mi neurodivergencia.

Algunas de esas mismas personas tal vez se preguntarán por qué cuento esto, por qué salgo del armario, por qué hago público mi diagnóstico. Y yo les replico: “¿Y por qué no?”. No tengo nada de qué avergonzarme, no es algo que me estigmatice ni me traumatice: soy un aspie (como nos autodenominamos quienes tenemos esta condición) cuyo cerebro funciona de forma distinta a la de los neurotípicos.

La neurodivergencia versus la mal llamada normalidad

Con esta confesión no pretendo pontificar ni servir de ejemplo a nadie, aunque si alguien se siente identificado, eso que se llevará. Solo puedo añadir que, como resume mi informe psicológico, “el paciente ha desarrollado estrategias adaptativas efectivas que le han permitido desenvolverse funcionalmente en contextos familiares, escolares y sociales”. Como uno de los skrulls infiltrados del universo Marvel, vaya.

Es decir, el hecho de que no fuera diagnosticado de niño —en mi época pasabas por ser introvertido, y se quedaban tan anchos— me ha ayudado a integrarme en la sociedad normal por mi propio esfuerzo, sin ninguna ayuda ni sobreprotección. Y eso, creo, ya es digno de admiración. En palabras de Andrea, soy un “autista evolucionado”. O como yo digo, un neurodivergente entre los neurodivergentes.

En resumen: que hay decidido hacer público mi autismo / Asperger / llámalo X no significa que, a partir de ahora, la gente que me conozca o con la que me cruce tenga que tratarme de manera distinta ni, peor aún, sienta lástima por mí. Soy el mismo de siempre, pero con esta información tal vez entenderán mejor por qué a veces —y no es una disculpa—, cuando falla mi camuflaje social —supone un esfuerzo mantenerlo—, me comporto de forma distinta o digo cosas sin filtro.

Lo he logrado: oficialmente, ya soy alguien parecido a Spock. Y es que, por motivos más que evidentes, este personaje es un icono para la comunidad autista. Si no, que se lo pregunten al Sheldon Cooper de The Big Bang Theory —aunque sus creadores niegan que sea aspie—, o a la protagonista de Larga vida y prosperidad (Ben Lewin, 2017), una chica con TEA que se presenta a un concurso de guiones de Star Trek.

La singularidad y la grandeza de Spock radican, precisamente, en su inusual mezcla —padre vulcano y madre humana—, hasta que escogió su herencia paterna al someterse al ritual del Kolinahr para purgar cualquier sentimiento. Sería lo más parecido a la alexitimia, un trastorno caracterizado por la dificultad para identificar, expresar y procesar las emociones propias, asociado al entorno aspie.  

Christone Kingfish Ingram: Asperger’s Blues. Foto: Ronald C. Moldra

De todas formas, en más de una ocasión, el Spock interpretado por Leonard Nimoy vive en un conflicto interno entre sus dos mitades, la humana y la vulcana, es decir, entre la emoción y la lógica. En este sentido, es más puro —al principio—el personaje de T’Pol (Star Trek: Enterprise), una vulcana al cien por cien que, por si fuera poco, es tremendamente sexi. Pero esa ya es otra historia.

Por cierto, en el mundo real hay muchos personajes célebres que también han sido diagnosticados como Asperger: algunos, admirables, en el campo de la música —el desaparecido acordeonista cajun Jo-El Sonnier y la joven promesa del blues Christone Kingfish Ingram— y del cine — Anthony Hopkins—, y otros que personalmente me merecen menos respeto, como Greta Thunberg y Elon Musk.

Una última observación: el pasado 18 de junio se celebró, como cada año, el Día del Orgullo Autista, una iniciativa creada en 2005 por la asociación Aspies For Freedom. Pues bien, he podido darme cuenta de que entre los propios autistas hay también muchos intolerantes y fanáticos, tras contar en un post de Instagram dedicado a ese evento que me habían diagnosticado Asperger.

La gente literalmente se me echó encima, diciéndome que ya no se usaba esa denominación. Aunque insistí en que ya lo sabía y que aun así la prefería a eso tan largo de “Trastorno del espectro del autismo sin discapacidad intelectual y con lenguaje funcional”, me acusaron de apoyar a Hans Asperger, el psiquiatra que lo estudió y fue acusado de colaborar con los nazis. 

Evidentemente, en los tiempos woke que corren, con los ofendiditos agazapados a la vuelta de la esquina, el nombre de Asperger ha sido cancelado por ser considerado “ofensivo” y contrario a la ética médica. Bueno, algunos ya me conocéis. Me da absolutamente igual toda la polémica en torno al personaje. Nadie me puede prohibir que siga utilizando el término Asperger o el más cariñoso de aspie

Así que, parafraseando a James Brown (otro individuo polémico), lo digo alto y claro:

¡Soy aspie, soy neurodivergente y me siento orgulloso!

128. Ni más ni menos

Solamente un número

Ya he comentado antes que en mi diagnóstico como autista se apreciaba “una sospecha de un nivel intelectual superior al promedio”. Eso me intrigó, y finalmente decidí someterme a más pruebas.

El resultado: “Un funcionamiento intelectual significativamente superior al promedio, con una puntuación total de CI = 128. Sus capacidades cognitivas son particularmente destacadas en memoria de trabajo, razonamiento perceptivo, procesamiento visual y lenguaje expresivo”.

Dicho de otra manera: “Funcionamiento intelectual en el rango de inteligencia superior —lo que corresponde al 6,7 % de la población total— y tan solo a dos puntos de inteligencia muy superior”. En resumen, por solo dos puntos no entro en la categoría de superdotación, pero, aun así, mi cociente intelectual es mayor que el del 95 % de la población general.

Según Andrea, mi psicóloga, entre sus pacientes adultos soy el que ha obtenido un puntaje más elevado, y en el conjunto de todos sus pacientes, solo me supera una niña, con 131 o 132.

Como yo mismo, supongo que os preguntaréis: “¿Te ha servido de algo tener un CI de 128?”. La verdad… no lo sé… depende… Probablemente ha compensado mis carencias como autista en la interacción social y me ha permitido un mejor enmascaramiento para pasar desapercibido en la sociedad neurotípica.

Richard Feynman, Nobel de Física con solo 123

Si esto se detecta cuando eres un niño, puedes potenciar tu inteligencia con actividades diversas, pero a mi edad… ¿qué puedo hacer? El informe recomienda que me mantenga activo a través de cursos o nuevos aprendizajes (idiomas, música, tecnología…). Y, de hecho, la propia Andrea me recomendó que pensara en algún proyecto, como escribir un libro…

Claro, después me meto en grupos de chat de TEA y me encuentro con gente con CI de 140 para arriba, y me siento inferior… Y eso que Richard Feynman, miembro del Proyecto Manhattan y Nobel de Física en 1965, solo tenía 123, según los biógrafos Christopher Sykes y James Gleick. Le gano en cinco puntos…

En fin: mis padres lo hicieron bien, y salí inteligente. Lástima que no saliera también guapo. Y quién sabe si, en el caso de aprovechar mis aptitudes intelectuales y físicas (estas últimas también descubiertas de manera tardía) desde niño, hoy sería una especie de Doc Savage (un guiño para los muy entendidos)… o un virtuoso pianista de boogie woogie.

5 comentarios en “Say it loud, I’m aspie and I’m proud!!!”

  1. Has estat valent d´explicar-ho…… jo crec que tots i cadascú de nosaltres podria tindre algun tipus de «trastorn» el que passa sovint es que la gent emmascara les seves carències precisament pretenent donar-li la volta i no es donen compte de que se’ls hi veu el llautó a les primeres de canvi….. crec que el que falta ens grans dosis es empatia i amor…. si, si… amor encara que soni carrincló … tothom el que necessitem es amor ,,, així de clar…… ueps! , es una opinió !! Mongui

    1. No és una qüestió de valentia, crec… El que passa és que cada cop penso més, en fer-me més gran, allò que diuen «con lo que me queda en el convento, me c**o entro». Per a mí és una qüestió de ser honest (amb mí i amb els altres). I, com dic en l’article, no penso que me n’hagi d’avergonyir ni amagar-ho. Avui que tothom defensa la diversitat sexual, també haurien de respectar la diversitat diguem-ne mental. I, com es diu en el mundillo, no hi cap autista igual, tots som diferents. Per desgràcia, en el meu trastorn el tema de l’empatia no es dona massa… Per això al llarg de la meva vida crec que molta gent ha pensat que era un cregut, un borde o un antipàtic. Però darrera cada persona hi ha un món. En el cas dels TEA, no es tracta d’emmascarar-se, sinò de camuflar-se per intentar passar per un més. En qualsevol cas, ens enganyem a nosaltres mateixos. És un tema molt llarg… En qualsevol cas, gràcies per comentar.

  2. Gracias por compartir tu experiencia de una forma tan honesta y clara. Hablar del autismo en la adultez sigue siendo un tema poco visibilizado, y ponerle nombre a lo que uno siente o vive no solo es liberador, sino también necesario para entenderse y hacerse entender. Tu artículo me recordó lo importante que es validar nuestras vivencias, aunque a veces no encajen con lo que otros esperan. Gracias por darle voz a algo que muchas personas sienten pero no siempre saben cómo expresar.

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