
Honestidad, ante todo, y lo siento por los amigos del metal: nunca me ha interesado la música de Black Sabbath ni la de su líder en solitario. Sin embargo, siento una enfermiza atracción por los personajes transgresores, y Ozzy Osbourne lo era. Por eso lo recuerdo con una de sus mejores excentricidades, la serie The Osbournes.
No voy a caer en la trampa de inventarme un artículo con un recorta y pega de Wikipedia sobre la discografía de Ozzy Osbourne (1948-2025) o lo que significó Black Sabbath. Eso lo hace cualquiera… y más ahora que se lo pides a ChatGPT y te escribe un libro de cuatrocientas páginas sobre el personaje.
Sin embargo, confieso mi fascinación por las aventuras televisivas de Ozzy y su familia, sobre todo —por sorpresiva— la primera temporada de la serie The Osbournes (estrenada en MTV en 2002), de la que hablaré en estas líneas. Su éxito propició tres entregas más, por lo que su emisión se prolongó hasta 2005.
Aunque utilizaba los mecanismos habituales de los reality shows —sobre todo, de los que vendrían a continuación: numerosas cámaras en su hogar, más otras que seguían sus andanzas en el exterior—, The Osbournes se acercaba más al concepto clásico de sitcom familiar… pero no para todos los públicos.
Así, era un extraño cruce genético entre los Adams y los Munsters (desde un punto de vista estético) y los Bundy de Matrimonio con hijos (por su irreverencia). Y, pese a carecer de guion, describía situaciones más delirantes que las paridas por una legión de guionistas de Seinfeld.
¿Y qué contaba la serie? El día a día de la peculiar familia desde su llegada a su nueva mansión de Beverly Hills: por ejemplo, sus problemas domésticos, como colgar los crucifijos y cabezas demoníacas en sus puertas o controlar el sofisticado mando a distancia del televisor.
También aparecían sus disputas con los vecinos —unos ingleses que un día ponían techno a las dos de la mañana y al siguiente entonaban canciones folk, lo que culminaba con el lanzamiento de jamones por parte de Ozzy— y las facetas puramente promocionales del artista.
Mención especial merecía la relación de amor-odio del polémico cantante con sus mascotas (siete perros más bien repelentes y un gato), y su dificultad para educarlos y evitar que se cagaran en cualquier rincón, con persecuciones dignas de serie de dibujos animados y diálogos delirantes.
Algunos momentos destacados: “¿Quién se ha meado? ¿Quién se ha meado en mi jodida alfombra? Este perro bastardo de los cojones, tío. Lo tiraré a la piscina de los cojones… ¿Dónde está? Lárgate de mi casa, hijo de puta. Es un terrorista malnacido, un hijo de puta de la banda de Bin Laden”.
El principal atractivo lo encontrábamos, claro, en sus protagonistas: un Ozzy pálido, con camiseta y pantalón de chándal, con las manos temblorosas, arrastrándose al caminar, algo sordo tras “estar delante de treinta billones de decibelios durante treinta y cinco años”, que se pasaba parte del día coloreando dibujos infantiles.
Su mujer, Sharon Osbourne, la verdadera cabeza de familia, no solo tomaba todas las decisiones domésticas, sino que además era la mánager del cantante y lo sometía a giras agotadoras. “¿Qué pretendes? ¿Matarme?”, se quejaba un Príncipe de las Tinieblas en horas bajas.
Y luego estaban dos de sus tres hijos con Sharon (la mayor, Aimme, se negó a participar): Kelly, entonces con 17 años, una adolescente regordeta que ya había iniciado una carrera musical en solitario, y Jack, de 16, con un sello discográfico propio. La galería se completaba con Melinda, una babysitter enrollada.

Lo más sorprendente de The Osbournes era comprobar cómo el exlíder de Black Sabbath, famoso por arrancar de un mordisco la cabeza de un murciélago, y acusado de incitar al suicidio por su canción Suicide Solution —de su debut como solista Blizzard of Ozz (1980)—, se nos mostraba como un padre y marido cariñoso.
Ozzy y Sharon adoraban a sus hijos y les daban los mismos consejos que podrían darles unos progenitores normales. Ozzy le decía a Kelly: “No bebas, no tomes drogas, y, si practicas el sexo, usa un condón”. O regañaba a Jack por fumar porros, mientras que Sharon se escandalizaba porque su hija se había tatuado un minúsculo corazón.
Eso sí, los Osbournes no se caracterizaban precisamente por un lenguaje correcto, y en los Estados Unidos la serie se emitía con pitidos para silenciar sus improperios: se llegaron a contabilizar más de setenta por episodio. Por suerte, en España eso no ocurría, y podíamos disfrutar con una sucesión ininterrumpida de tacos que no cabrían en una página de guion de Tarantino.
En el fondo, la familia no era tan estrafalaria: Ozzy resultaba ser un padre entrañable, Sharon una madre como cualquier otra, y Kelly y Jack eran angelitos comparados con la panda de pastilleros que pululan por nuestras ciudades. Por eso la serie tuvo tanto éxito, y el cantante se convirtió en una inesperada estrella mediática.
De rebote, fue pionera de los reality shows a la medida de personajes famosos, desde The Anna Nicole Show (2002-2004) o Brandy. Special Delivery (2002) hasta llegar a Las Kardashian (2007-2021) y, ejem, Alaska y Mario (2011-2018). Aunque, reconozcámoslo, el primero fue Chris Isaak con The Chris Isaak Show (2001-2004).


