Hoy hace cuarenta años (el 27 de septiembre de 1972) nacía en Big Indian, Nueva York, Lhasa de Sela. Desafortunadamente, ella no celebrará su cumpleaños, porque un cáncer se la llevó el 1 de enero de 2010. Por eso, la recordamos con la crítica de su segundo álbum, The Living Road (2003).
Parecidos razonables: como Lila Downs, Lhasa de Sela tenía una herencia cultural mixta, entre México y Estados Unidos. Ahí acababa toda semejanza: mientras la primera centra su atención en actualizar las raíces y en las temáticas sociales, la segunda recurría a otros sonidos y exploraba las pasiones más profundas.
Todo ello se debía al carácter nómada de Lhasa, con una infancia forjada en la carretera, una vida errante hasta establecerse en Canadá. Tras su debut La llorona (1997), se unió a otros miembros de su familia para realizar una gira europea como parte de un circo.
En su segundo trabajo, The Living Road, se reflejaba ese viaje constante, no solo geográfico, sino también interior, a través de canciones en castellano, francés e inglés. La tradición latina aparecía de forma sesgada en Con toda palabra (con aires de tango sinfónico), en el excelente bolero La confession y en el amago de ranchera La frontera (con trompeta mariachi).
En cambio, Lhasa recurría a la chanson francesa en la mediterránea La marée haute y en la cabaretera J’arrive à la ville. La versatilidad de su sonido –que no de su voz, otra gran diferencia con Lila– la acercaba a la cadencia country en Abro la ventana, al góspel en Small Song y a la desnudez de Björk en My Name.
Comparada a Edith Piaf, Billie Holiday, Chavela Vargas y Tom Waits, Lhasa fue otro ejemplo perfecto de cómo el cruce cultural no siempre resulta un empacho.