
Giant Sand, el grupo liderado por Howe Gelb, actuará mañana (si no hay cambios de última hora) en la sala Apolo de Barcelona. Y pongo el paréntesis porque me temo que va a ser uno de esos conciertos con muy poco público (al menos de pago, como un servidor). Ignoro que les pasa a los «aficionados» a la música de la Ciudad Condal, pero prefieren ver a la banda de moda que les impone ´Pitchfork’, al veterano carcamal de turno en su enésima última gira antes de palmarla o a cualquier cantamañanas erigido en artista de culto por nosesabebienporquién.
Por este motivo, para reivindicar a Giant Sand como se merecen y provocar (iluso de mí) que alguien más vaya a verlos después de leerme, voy a recordar uno de los conciertos más especiales de ellos al que he asistido, en esa ocasión como Giant Giant Sand, una superformación que, me temo, nunca veremos en Barcelona, por lo que supone contratar a una banda tan numerosa y que, ay, además no es lo suficientemente cool.
La cita fue en el Lido de Berlín el 22 de agosto de 2012. Se presentaban como Giant Giant Sand, pero sería más apropiado denominarlos como Howe Gelb’s Big Band o The Howe Gelb Orchestra, porque con esta formación el de Arizona conseguía su aspiración de jazzman al erigirse como director musical de una big band (en todos los sentidos, numérico y artístico) como las de Duke Ellington o Count Basie.

Y lo tenía fácil: un grupo de excelentes solistas de estilos diferentes que se iban turnando –del pop perfecto de Brian Lopez a la peligrosa candidez de Lonna Kelley (impecable su versión del The End Of The World de Skeeter Davis), del sabor fronterizo de Jon Villa (aplausos para su adaptación al hardcore tex-mex del Porque te vas de Jeanette) al mestizaje bien entendido de Gabriel Sullivan– para crear esa ópera country-rock que era Tucson, uno de los mejores álbumes de 2012, por cierto.
Todo y todos servían para enriquecer el complejo discurso sonoro de Gelb, siempre sorprendente, entre la torch song a piano, contrabajo y trompeta y el desenfreno fuzz más ruidoso exprimiendo todas las posibilidades de una pedalera, un micro trucado y un órgano apabullante.

Un día a Howe se le hará justicia y será reconocido como uno de los más grandes, por su capacidad de mutación, su inquietud sin límites y su resistencia a ser encasillado. Y por esa actitud de niño juguetón en el escenario que lo hace imprevisible, lejos de las poses pretenciosas y profundas, de los que pretenden cambiar el mundo o hacer reflexionar, de los artistas amargados con afán de malditismo, de los maleducados que insultan a los espectadores.
Aquí se trata de pasarlo bien, ni más ni menos.