Nurse Jackie es, posiblemente, la serie que mejor ha retratado la vida de una enfermera. Recientemente he tenido la oportunidad de ver sus siete temporadas, y sigo sin entender por qué esta es también una de las producciones televisivas menos valoradas de los últimos tiempos.
La forma en que las series de televisión y el cine retratan determinadas profesiones es a veces, por decirlo de alguna manera, chocante y poco acorde con la realidad. Sin embargo, periódicamente algunas producciones provocan que las facultades de Periodismo, Medicina o Derecho se llenen de estudiantes que, influidos por lo que han visto en la pantalla, decidan dedicarse a una profesión que creen glamourosa.
El fenómeno no es nuevo, y ha ocurrido varias veces, sobre todo con las series norteamericanas consideradas clásicas: Lou Grant (1977-1982) –una honrosa excepción, si la comparamos a la ciencia ficción de la española Periodistas (1998-2002)– despertó la vocación de centenares de aspirantes a reporteros, y Centro médico (1969-1976) fue la razón por la que muchos jóvenes quisieron ser matasanos (además de para curar, para ligar, como hacía el Dr. Gannon interpretado por Chad Everett).
Con la revolución estética y argumental de las producciones televisivas en los últimos años se hace más difícil pensar en su influencia a la hora de determinar el futuro de los jóvenes estudiantes. Por ejemplo, ¿alguien en su sano juicio querría ser abogado después de contemplar las extravagantes historias de Ally McBeal (1997-2002), entre alucinaciones y números musicales? Y después de ver los tratamientos al filo de la legalidad de House (2004-2012) o la conducta directamente inmoral de los cirujanos plásticos de Nip/Tuck (2003-2010), ¿quién quiere ser médico?
El gremio de las enfermeras no ha escapado a esa perspectiva a menudo sesgada de su trabajo. En el foro del portal norteamericano Allnurses.com, se formulaba la siguiente cuestión: «La televisión no proporciona el debido respeto a nuestra profesión. A través de los años pocos actores han hecho justicia al papel de la enfermera». Y, a continuación, preguntaba: «¿Cuál es vuestra serie favorita sobre enfermeras?». Las respuestas de los profesionales aludían a títulos como Scrubs (2001-2010), St. Elsewhere (1982-1988), Playa de China (1988-1981) y Emergencia (1972-1979), aunque las más votadas, con diferencia, eran M.A.S.H. (1972-1983) y Urgencias (1994-2009). Una elección curiosa: en la primera, Margaret Houlihan era una enfermera del ejército con una fuerte carga sexual (la apodaban «Morritos calientes»); en la segunda, Carol Hathaway intentaba suicidarse con una sobredosis de barbitúricos. Dos extremos radicalmente opuestos.
Pero no nos engañemos: las enfermeras, como todos los profesionales de cualquier ámbito, son seres humanos que sufren, luchan por sobrevivir y por mantener un difícil equilibrio entre su trabajo y su vida personal. Por eso, más allá de los estereotipos a los que nos tiene acostumbrados la ficción televisiva –las relaciones con los médicos, el abnegado espíritu de sacrificio–, mi enfermera preferida es, sin lugar a dudas, la Jackie Peyton de Nurse Jackie (Showtime, 2009-2015), por ser la más realista y la más entrañable, pese a sus problemas con la Vicodina (como House, donde, por cierto, las enfermeras brillan por su ausencia) y su comportamiento a veces huraño.
Encarnada por la gran Edie Falco (a quien se recuerda también por su Carmela Soprano en Los Soprano), Jackie es una profesional compleja que, curiosamente, cuando mejor trabaja es cuando está colocada: su adicción es la manera de sobrellevar la presión laboral y familiar. Y, como todos los grandes personajes (del cine, de la literatura y de la televisión), sufre una evolución a lo largo de ochenta capítulos que, cómo no, acaba repercutiendo en la visión del espectador. Y si en las tres primeras temporadas la entiendes y empatizas con ella, en la séptima ya la dejas por imposible.
Obviamente, cuando Nurse Jackie se estrenó en 2009, la Asociación de Enfermeras de Nueva York protestó a través de un comunicado por el impacto que podía tener en la imagen pública de la profesión. Y es que a veces a uno no le gusta que la ficción supere a la realidad, y se prefiere el cliché edulcorado al retrato más creíble.