La inesperada (esta sí) muerte de Prince el 21 de abril de 2016 supuso una doble pérdida. Por un lado, tenemos toda su obra publicada, un legado que por su calidad e influencia pasará a la historia, no solo de la música negra, sino del pop en general. Pero lo que de verdad inquieta es pensar que, a sus 57 años, aún le quedaba mucho por hacer. Y esa incógnita es algo que nunca resolveremos.
En 1978, pocos meses antes de cumplir los 20 años, un joven desconocido llamado Prince irrumpía en el panorama de la música negra con su debut For You. Un álbum de carácter casi naíf en el que ya se encontraban las bases de lo que posteriormente se conocería como Minneapolis Sound –bases funk y guitarras rock, adornadas con provocaciones sexuales– y que inauguraba la célebre frase “Produced, arranged, composed, and performed by Prince”. Era el inicio de una leyenda, una leyenda que se vio truncada por su repentina muerte en circunstancias aún sin esclarecer.
La palabra genio se suele aplicar muy fácilmente a cualquier músico, escritor o cineasta, pero en el caso de Prince Rogers Nelson (nacido en 1958 en Minneapolis) le encajaba como anillo al dedo; es más, parecía creada para él. Los motivos para adjudicarle tal condición son muchos: por encima de todo, su condición de “esponja humana” que absorbía lo mejor de la historia de la música (ojo, no solo la negra, sino también el rock, el folk e incluso la psicodelia) para crear un estilo único e inconfundible, conducido por una voz de amplios registros, del barítono al falsete.
Un collage en el que se cruzaban los metales explosivos de los J.B.’s de James Brown, los teclados galácticos y las voces manipuladas de George Clinton, el jazz-funk de Miles Davis, el sinfonismo de Isaac Hayes, el glam de Marc Bolan, la ambigüedad de Little Richard y el mensaje social de Marvin Gaye para construir ritmos complejos, explosiones guitarreras entre el hard rock y los ecos de Jimi Hendrix y Santana, trallazos de funk irresistible y poderoso y sedosas y lúbricas baladas sexualmente explícitas.
Como todos los genios, Prince era un individualista (a ello ayudaba su capacidad para tocar de forma brillante más de una veintena de instrumentos, aunque era un virtuoso con la guitarra y el piano), un workaholic de manual (solía encerrarse durante horas en el estudio) y un perfeccionista que controlaba al milímetro su obra. Enfrentado con Warner, el sello que lo encumbró, renunció a su nombre artístico, creó su propia compañía y se convirtió en uno de los pioneros en la distribución de su música a través de internet.
Como contrapartida a su individualismo, se rodeó de los mejores instrumentistas en bandas como The Revolution, New Power Generation y Madhouse: no solo descubrió a una innumerable cantidad de talentos femeninos (las mujeres, una de sus debilidades) –Wendy And Lisa, Sheila E, Rosie Gaines, Candy Dulfer o las más recientes 3rdeyegirl–, sino que reivindicó a algunas de sus influencias, como Maceo Parker, Larry Graham, Mavis Staples y Miles Davis.
Muchos quisieron enfrentarlo a Michael Jackson en la lucha por conseguir el cetro de Rey del Pop. Objetivamente hablando, Prince fue el vencedor moral de ese combate: mejor músico, mejor compositor, mejor intérprete, mejor bailarín, más rebelde, menos excéntrico y mucho más humano que Jacko. En la concepción de su obra latía el espíritu y la sensibilidad de un jazzmen, una faceta que relucía especialmente sobre las tablas, convertido en un animal escénico.
Sus conciertos eran toda una demostración de energía desbordante, complicidad y sentido del humor: solo buena música y un grupo de intérpretes que disfrutaban y que no necesitaban de ningún decorado espectacular. En directo, no solo exhibía su conocida capacidad de reconstruir sus éxitos (sus hits nunca sonaban igual, siempre estaban en constante evolución), sino que afloraban sus influencias más variadas, en forma de versiones (de Led Zeppelin a Ohio Players).
Podríamos hablar también de su estética (con tantas etapas como las que tuvo David Bowie), de su poca sintonía con las innovaciones de la black music (sus escarceos con el house o el hip hop, por poner dos ejemplos, se quedaron en eso), de su torrencial productividad (la leyenda urbana que afirma que en su caja fuerte guardaba centenares de canciones; habrá que ver si ahora saldrán a la luz), de sus conciertos secretos, de sus discutibles películas…
Como suele ocurrir con los genios, o los amas o los odias. Y sí, Prince también tenía sus detractores, especialmente si nos referimos a su producción discográfica a partir de los noventa. Desde entonces, los críticos agoreros se cebaban con la aparición de cada uno de sus nuevos trabajos y lo acusaban de falta de inspiración. De excesiva productividad en detrimento de la calidad artística. De la ausencia de hits como los de antaño (de Purple Rain a Kiss, de Sign’O’ The Times a Sexy MF).
Pero hay una cosa que está muy clara: sin él no existirían Frank Ocean, Kendrick Lamar, Miguel ni muchos de los cantantes del actual R&B. Lo peor de su muerte es pensar lo que podría haber llegado a hacer. Nunca sabremos si su deseo de protagonizar un biopic de Robert Johnson habría fructificado en un álbum de blues o si habría terminado su carrera artística como jazzmen, dos suposiciones que no resultan del todo descabelladas.
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