
Llámalo tablas, profesionalidad, carisma, magnetismo, actitud o personalidad. Llámalo X, ese factor intangible que convierte un concierto en una experiencia inolvidable y a los músicos en iconos. Una X que cada vez está más ausente, sobre todo entre las hordas indies y entre los grupos de pop.
No es suficiente con tener buena voluntad, con ser unos –supuestos– grandes conocedores de los artistas que toman como referentes –muchas veces, para quedar bien en las entrevistas con declaraciones rimbombantes–, con grabar unos cuantos EPs afortunados, con recibir la ciega adulación de los medios fabrica-hypes, si falla lo básico: la traslación al directo.
El amateurismo reinante en la mayoría de grupos indies y de pop –especialmente en Cataluña– empieza a ser cargante: ya basta de conciertos que parecen ensayos –“¿tengo el teclado conectado?”, “espera, que vuelvo a empezar”–, de confesiones que poco importan –“hoy es mi cumpleaños”, “me gusta mucho Barcelona”–, de críos mimados que se pelean ante el público, de canciones costumbristas que cuentan sandeces y obviedades, de personajes sin carisma que podrían ser tus vecinos tocando en pijama en el salón de su casa.

Esta sensación se hizo patente, por ejemplo, en la edición barcelonesa del difunto Primavera Club de 2010. Bastó el recorrido en una misma noche de una sala a otra para comprobarlo. En el lado positivo, los británicos The Jim Jones Revue, cuyos componentes supuraban carisma por los poros de la piel, con una actitud y una estética acordes con su estilo –rock’n’roll hipervitaminado, una puesta al día del salvajismo de los cincuenta–, entre chulesca y distante, provocadora y peligrosa; esa actitud sobre un escenario que te hace admirar a un artista y envidiarlo porque querrías ser como él. Pese a proyectar esa imagen sobre las tablas, después del concierto pude hablar con ellos en el puesto de merchandising y eran tipos de lo más normal, amables, simpáticos…

Tras esa sensación de haber visto a un gran grupo, con todo lo que hay que tener –y todo lo que yo exijo, desde un punto de vista musical y también estético–, y aún dentro de la bizarra programación del mismo festival, me trasladé al otro lado de la Ciudad Condal. Perdí el tiempo, para qué engañarnos. Fue la otra cara de la moneda: asistí a la penosa puesta en escena “casual” de los canadienses The Rural Alberta Advantage, propia de una función de fin de curso: bromitas, bisoñez y una media hora de bolo que se hizo larga.
El problema es que este no es un caso aislado y que, por desgracia, abunda: no todos pasan la prueba de una gira organizada para rentabilizar el éxito de un solo álbum alabado por Pitchfork y similares, y la fascinación que antaño provocaba un grupo de rock se está perdiendo. ¿Cómo puedes admirar a alguien tan convencional como tú?
En una extensa entrevista que algún día colgaré, le pregunté a Loquillo –alerta: los haters podéis afilar vuestros cuchillos– sobre un concepto que siempre repite: ACTITUD. Esta fue su respuesta, referida a las bandas actuales: “No se drogan, no rompen hoteles, no dan miedo a las madres… ¿Qué está pasando? Son inofensivos… ¿Para qué te metes en esto, tío? ¿Para ir a hacerte fotos en Cuzco? ‘Mamá, me he ido de excursión… ¡pero toco en un grupo!’. Es patético. Hasta me lo dice mi hijo: ‘Vosotros erais malotes. ¿Qué es esto de ahora?’”.
Solo puedo decir una cosa: AMÉN.