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Miles Davis, la gallina de los huevos de oro

Cuando la dama de la guadaña se lo llevó el 28 de septiembre de 1991, más de un programador de festivales debió sufrir un colapso al ver desaparecer a uno de los artistas más rentables. El trompetista pertenecía a esa categoría de músicos que llenan recintos año tras año, eso sí, sin repetirse nunca.

Para reniego de los puristas que se la cogen con papel de fumar, Miles Davis (1926-1991) se desmarcó del tradicionalismo, para demostrar que el jazz es una cosa viva que se nutre de constantes aportaciones (el funk y el hip hop, en su caso), y creó un sonido que, siendo maliciosos, podríamos decir que sobreviviría perfectamente sin su trompeta.

Producido por el propio Miles durante los conciertos de su última época (de 1988 a 1990) en ciudades como Nueva York, Roma, Montreux y Osaka, Live Around The World (1996) recogía algunas de sus mejores interpretaciones en directo.

En la mayoría de los cortes se acompañaba de una de sus formaciones más brillantes, la integrada por el saxo Kenny Garrett, el excéntrico bajista/guitarrista Foley y el batería Ricky Wellman, procedente de The Soul Searchers de Chuck Brown, el pope del go-go de Washington D. C. Otra muestra de su capacidad de encontrar siempre a los mejores músicos.

Fiel retrato de lo que el trompetista ofrecía en vivo, el disco incluía blues à la Miles (New Blues), dignificaciones de pop de derribo (el Time After Time de Cindy Lauper o el Human Nature del bobo Jackson, desfigurado hasta alcanzar la excelencia) y funk irresistible (Intruder, Wrinkle, Full Nelson).

Está muy bien que un artista siga editando discos después de muerto, pero, puestos a rescatar grabaciones de Davis, ¿qué me dicen de sus colaboraciones con Prince?

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