Si algo me cabrea especialmente es la injusticia en la música. ¿Por qué los que salen más en los medios, venden más y actúan más son los mediocres, mientras que los artistas de verdad son minoritarios y están condenados al ostracismo? Mi nivel de indignación ha alcanzado su cuota máxima esta semana al descubrir que Jimmie Vaughan será el telonero de la próxima gira norteamericana de Eric Clapton.
De acuerdo: Jimmie Vaughan y Eric Clapton son dos guitarristas excepcionales, son colegas y han actuado juntos miles de veces. Y seguro que al texano no le importará porque, como dice mi amigo, el guitarrista David Maho, “les dará igual, porque se quieren como hermanos”. Ya, pero para mí, si hablamos estrictamente de blues, como guitarrista y cantante Vaughan se come con patatas a Mr. Tears In Heaven.
Todo esto me lleva a una reflexión sobre el apasionante mundo de los teloneros, un tema que daría para escribir extensamente. Pero como de momento esta no es mi intención, solo hablaré de unos pocos ejemplos. Estoy seguro de que hay muchos más –no pretendo ser exhaustivo– y os animo a recordarlos en los comentarios.
En 2008 actuó G. Love & Special Sauce para abrir el concierto de Jack Johnson en Barcelona. No tengo nada en contra del hawaiano surfero, pero este fue uno de esos casos evidentes en que los teloneros tenían más interés que el artista principal.
Y lo más indignante, como suele ocurrir en estas ocasiones, es que la mayoría de medios de comunicación, con honrosas excepciones, ni siquiera hablan de ellos en sus previas o en sus críticas.
¿Y quiénes son G. Love & Special Sauce? Garrett Dutton, el líder que da nombre al grupo, canta con una desgana tal que parece estar fumado, y no se distingue si toca bien la guitarra o solo rasca las cuerdas y desafina y sopla la armónica; el batería Jeffrey Clemens golpea su instrumento como si desfilara en una comparsa de Nueva Orleans, y el bajista Jimi Jazz aporta el sonido de un contrabajo carnoso.
¿Una broma? Pues no, ya que G. Love & Special Sauce constituyen una de las propuestas más originales de la escena norteamericana: triturar el blues del Delta, el rap y el jazz y salir bien parado tiene su mérito, aunque sea a costa de un sonido sucio y dislocado y una instrumentación reducida a mínimos.
El caso del trío de Filadelfia para ilustrar estas situaciones en las que los teloneros son mejores no es único, por desgracia. Por ejemplo, si la memoria no me falla, la única vez que la estrella del country neotradicionalista Dwight Yoakam actuó en Barcelona en 1994 fue como telonero de… ¡¡¡Bryan Adams!!!
Más casos flagrantes: los históricos de Nueva Orleans The Neville Brothers precedieron a la Tina Turner vendida al capital y al público blanco en 1990, y al genio de la sacred steel Robert Randolph le tocó abrir un concierto de Eric Clapton en 2004. En la tienda donde solía comprar CDs, Disco 100, escuché un comentario clarificador por parte de un cliente encorbatado: “El concierto de Clapton, de puta madre… Lástima del telonero, que hacía mucho ruido”.
El guitarrista británico es especialmente dado a estos “incidentes”. En 1995 fue teloneado por el gran bluesman Clarence Gatemouth Brown, totalmente ignorado por el público que había ido a ver a “Mano Lenta”.
Esto demuestra que el asunto de los teloneros es muy delicado: si no pones a un grupo de características similares al artista principal, los fans impacientes pasarán de él e incluso se pueden cabrear. En este sentido, queda para la historia la ocasión en la que Prince abrió para The Rolling Stones en 1981 y recibió una lluvia de botellas y de insultos homófobos y racistas.
Recuerdo que, en un concierto de Norah Jones en el Auditori de Barcelona en 2004, el público pasó olímpicamente del telonero, el estimable cantautor Amos Lee (por cierto, escogido especialmente por la cantante y pianista, al igual que Gillian Welch y Richard Julian, “invitados” en la gira norteamericana).
En mi caso, no solo lo descubrí esa noche, sino que, además, conseguí una copia firmada de su CD porque, modesto como pocos, Lee atendió personalmente en su paradita de merchandising a la poca gente que se le acercaba.
El “desprecio” a los teloneros se reflejaba también en el diseño de las entradas de los conciertos –en esa gloriosa época en que estas eran objetos de colección; no como ahora, cuando parecen el justificante de una operación bancaria–: se recurría a la fórmula “+ artista invitado” junto al nombre de la estrella. ¿Para qué complicarse, si la gente iba a ver a la estrella de turno?
Por eso, lo mejor es una de estas dos opciones: o no poner a ningún telonero, o poner a un personaje tan aburrido como Eduard De Negri, un guitarrista que el promotor Gay Mercader colocaba en casi todas las giras de artistas internacionales y que funcionaba como perfecto hilo musical mientras ibas a buscar una cerveza.