
Acostumbrados en los últimos tiempos a la desaparición de músicos veteranos, nos cuesta mucho más asimilar, en cambio, la muerte de artistas jóvenes. El fallecimiento de Justin Townes Earle a los 38 años nos deja sin una de las figuras más relevantes de la americana. Una pérdida irreparable.
En agosto de 2003, tuve el privilegio de poder charlar con Steve Earle en la terraza de un bar en Sos del Rey Católico durante su primera gira por el estado español –había acudido a la localidad zaragozana para participar en el festival Luna Lunera–. Entre las muchas cosas que me contó en una conversación informal –yo no iba en modo “periodista”, sino en modo “fan”–, se le iluminaron especialmente los ojos cuando me habló de la carrera de su hijo Justin Townes Earle. Lo describió como “una maravilla”. “Toca la guitarra mejor que yo… ¡y además es más atractivo!”, bromeó orgulloso.
Steve Earle no es el primer artista que ha perdido a un hijo. Pero, a diferencia de otros casos como Eric Clapton –cuya tragedia dio lugar a un truño sentimentaloide como la canción Tears In Heaven (1992)– o el sobrevalorado Nick Cave –su pena se saldó con un pésimo y soporífero álbum al frente de sus Bad Seeds, Skeleton Tree (2016)–, en el caso del cantautor norteamericano, aparte del doloroso hecho de sobrevivir a su vástago, se añade la circunstancia de que este era un músico sublime, una de las mayores figuras surgidas en el ámbito de la americana, y que, en muchos sentidos, llegó a superar a su progenitor.

Ser hijo de un artista de culto puede ser un problema. Y si, además, no solo heredas su talento, sino también sus vicios autodestructivos, peor. Todo eso le pasó a Justin Townes Earle, nacido en Nashville en 1982 y bautizado así en honor a Townes Van Zandt, amigo y mentor de su padre. En sus años mozos se curtió en grupos de bluegrass (The Swindlers) y de rock (The Distributors), y se aficionó a los malos hábitos. Tras dejar las adicciones –que retomaría a lo largo de su corta carrera–, en 2007 sacó el autoeditado Yuma, un mini LP grabado únicamente con su guitarra. En su debut para el sello Bloodshot, The Good Life (2008), ya lo acompañaban músicos de Bobby Bare Jr., Guy Clark y Buddy Miller.
Con una voz más agraciada y versátil que la de su padre, el joven Earle demostró en ese disco que le atraía más el country clásico. Solo así se explicaban esos magistrales honky tonk y hillbilly de manual como The Good Life, What Do You Do When You’re Lonesome, Lonesome And You y Ain’t Glad I’m Leavin’. El fantasma de Steve solo aparecía en baladas folk como Who Am I To Say, Lone Pine Hill y Turn Out My Lights.
Tras Midnight At The Movies (2009) llegaría la que, tal vez, fue su obra cumbre: Harlem River Blues (2010). Como ya nos tenía acostumbrados en sus anteriores trabajos, aquí se mostró como un perfecto conocedor de los sonidos que integran la tradición de la música norteamericana (con una especial querencia por los sonidos de Nueva Orleans): de la cadencia cajun con coros góspel del tema titular al rockabilly con contrabajo peleón e interpretación a lo Jerry Lee Lewis de Move Over Mama; del cántico épico Waitin’ For The MTA al baladón con metales soul Slippin’ And Slidin’; del poderoso country-blues Ain’t Waitin’ al folk-bluegrass dylaniano Wanderin’.

Acompañado de una reducida banda en la que destacaban la pedal steel de Paul Niehaus (Calexico, Lambchop) y la guitarra de Jason Isbell (ex Drive-By Truckers), Harlem River Blues no tenía desperdicio y hubiera debido encumbrarlo como uno de los valores más firmes de la americana, un genio en constante crecimiento.
Después, Justin Townes siguió publicando a un ritmo de casi un álbum por año: Nothing’s Gonna Change The Way You Feel About Me Now (2012), la “trilogía familiar” integrada por Single Mothers (2014), Absent Fathers (2015) y Kids In The Street (2017), y The Saint Of Lost Causes (2019) –los dos últimos para New West, otro de los sellos más ilustres de americana–.
Al margen de su carrera en solitario, Justin Townes colaboró en varios discos de su padre –como The Hard Way (1990), El corazón (1997), Just An American Boy (2003) y, cómo no, Townes (2009)–, produjo el álbum Unfinished Business (2012) de la veterana reina del rockabilly Wanda Jackson e hizo giras con Gillian Welch & David Rawlings, Old Crow Medicine Show y The Felice Brothers.
Su muerte, acaecida ayer 23 de agosto, trunca la que podría haber sido una de las trayectorias más sólidas de la americana, del alt country, del folk o como quieras llamarlo.