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Barry Gifford, el sueño turbulento de una América surrealista

La mejor literatura narrativa –en el sentido de contar buenas historias con grandes personajes– es la norteamericana, pese a quien pese. Y uno de sus mejores exponentes, experto en retratar los aspectos más oscuros que esconde la aparente normalidad de la sociedad yanqui es, además, amigo y colaborador de David Lynch.

Se encontró con su colega, un famoso actor de cine, en el bar Tasca de San Francisco. En los altavoces, Chavela Ortiz & Brown Express cantaban Besos y copas. Tras meterse un lingotazo de tequila Conmemorativo, el actor murmuró: «Si me caso con Lisa Marie, Elvis será mi suegro». La dueña del local, atenta a la conversación, le replicó: «Nick, cariño, Elvis está muerto».

Podría parecer un fragmento de uno de sus relatos, pero es una de las situaciones habituales en la vida de Barry Gifford (Chicago, 1946). En este caso, un encuentro fortuito con Nicolas Cage, quien encarnó a su carismático personaje Sailor Ripley en Corazón salvaje (1990), la adaptación que David Lynch realizó de su novela La historia de Sailor y Lula (1990).

Y es que la trayectoria vital del escritor norteamericano está plagada de experiencias y personajes que, de alguna u otra forma, se han visto retratadas en sus obras. Su carácter itinerante lo ha llevado a vivir en ciudades como Roma, París, Nueva Orleans, hasta llegar a su residencia actual, San Francisco, lugar que descubrió hace años, cuando era marino y quería embarcarse hacia Oriente. Pero le gustó tanto por sus drogas y por sus chicas que se quedó. Volvió años después para establecerse definitivamente. «Ahora ya no tomo drogas, pero me siguen gustando las chicas», bromea.

El pequeño Barry ya apuntaba maneras

Gifford puede también presumir de algo que no suele ser muy habitual: su padre era un gánster, tenía relación con el «sindicato» y conocía a personajes como Bugsy Siegel, el «creador» de Las Vegas. Relacionado con la distribución de licor en la época de la prohibición, lo encarcelaron por eso, y más tarde por el juego ilícito. El escritor contó sus recuerdos sobre su progenitor en las memorias El padre fantasma (1997).

Por su obra y por su agitada existencia, podría decirse que Gifford, junto con Paul Auster y Sam Shepard, conforman el triunvirato responsable del mejor retrato de la América mítica: Auster (New Jersey, 1947; autor de La trilogía de Nueva York, La música del azar y Leviatán) representa la mitología urbana; Shepard (1943-2017; autor de Crónicas de motel y Locos de amor), la épica del wéstern crepuscular y la búsqueda de las raíces, y Gifford, la América profunda y la road movie.

Los tres escritores comparten un pasado donde no cabe el aburrimiento, nada que ver con los autores de salón que se la cogen con papel de fumar: Auster fue marino en un petrolero, traductor y cuidador de una finca en Francia; Shepard, amigo y colaborador de The Rolling Stones, Patti Smith y Bob Dylan, batería en un grupo de rock y cowboy, y Gifford, marino, periodista, cantante de rock, viajante, jugador de béisbol, leñador, etc.: como él dice, «mi colegio ha sido la calle». ¿Son escritores aventureros o aventureros cuya última heroicidad consiste en relatar sus experiencias? Gifford está convencido de que «la literatura es vida plenamente vivida y vista y luego reconcentrada en el empeño del arte». Émulos de Hemingway y de la generación beat, además llegaron a la madurez con un aspecto envidiable.

Y no es la única coincidencia. Todos ellos han tenido sus encontronazos con el cine: Auster como guionista –Smoke (Wayne Wang, 1995), Blue In The Face (Wayne Wang, 1995)– y también director (Lulu On The Bridge, 1998); Shepard como actor –Días del cielo (Terrence Malick, 1978), Frances (Graeme Clifford, 1982) y Elegidos para la gloria (Philip Kaufman, 1983), entre muchas otras– y guionista –Zabriskie Point (Michelangelo Antonioni, 1970), Paris, Texas (Wim Wenders, 1984)–, y Gifford como colaborador de Lynch, además de ser un apasionado del cine negro.

Lynch y Gifford durante el rodaje de «Corazón salvaje»

Como es natural, la relación de Gifford con el director de Terciopelo azul (1986) es uno de los aspectos de su carrera que más interés suscita. A este respecto existen diversas confusiones: el escritor no participó en absoluto en el guión de Corazón salvaje, y Lynch introdujo muchos cambios respecto al libro en el que se basaba, La historia de Sailor y Lula, entre ellos un final de cuento de hadas. En lugar de encolerizarse como muchos otros hubieran hecho, Barry le dijo: «Mira, estará mi versión y tu versión, y eso es genial. Coge el balón y echa a correr».

Más tarde, Lynch dirigió Hotel Room (1992) para el canal HBO, una trilogía con dos de los relatos escritos por Gifford, Tricks y Blackout, que apenas retocó. Por eso, su primera colaboración real mano a mano llegó con Carretera perdida (1997): Lynch sacó la idea del libro de relatos de Gifford Gente nocturna (1992), donde aparecía esa expresión (“lost highway”), y le fascinó tanto ese título que le dijo a Barry que debían escribir algo juntos. En su biografía David Lynch por David Lynch (1997), el director explica que «nos sentamos en torno a una taza de café, y le conté a Barry algo sobre lo que había pensado, y él me contó algo sobre lo que había pensado. ¡Y los dos odiamos las ideas del otro! ¡Y después odiamos nuestras propias ideas!».

Gifford aporta algo más de luz a su colaboración con Lynch: «Cuando trabajas con otra persona, el método tradicional consiste en que uno camina por la habitación y el otro escribe. Nosotros caminábamos los dos y a veces hasta chocábamos. Nuestras mentes funcionan de forma similar: nos sentamos uno junto al otro, y la idea de uno es la chispa que lo inicia todo». Y es que, en el fondo, ambos comparten la misma idea sobre lo que supone la experiencia de ir al cine: «Entras en un sueño y debes entregarte a ese sueño, rendirte a él del todo. No es una visión muy distinta de la que tenía Buñuel: cualquier cosa es posible, dejas de preocuparte por los parámetros convencionales de cualquier película».

No es de extrañar que Lynch se haya sentido atraído por el fascinante mundo de Gifford, cuya principal virtud consiste en crear grandes personajes sin florituras, sin descripciones farragosas, apoyándose en la fuerza de los diálogos y en elementos que ayudan a situar la acción en tiempos y lugares muy concretos (a través de una canción, una ubicación real, una película o el detalle más banal), por lo que adquieren un carácter muy cinematográfico.

Retrato de Lynch realizado por Gifford

La clave de todo está en su proceso creativo, ya que, según reconoce, concibe sus historias a partir de imágenes (una foto o una imagen mental). Con ello, describe una América de fantasía que suena muy verdadera, un país aún sin civilizar, con el «corazón salvaje»: divertido y melancólico, surrealista y violento a la vez, donde conviven el crimen y la religión. Como suele decir Gifford, «Lynch hace que lo corriente parezca extraordinario, y yo hago que lo extraordinario parezca corriente». Las influencias en la obra del escritor son múltiples, y no sólo literarias: además del pulp y el cine negro, la música es muy importante para él: «Es como la banda sonora, un complemento».

Poeta, novelista, ensayista, guionista, editor y biógrafo, traducido a más de veinte idiomas, Gifford ha escrito novelas –Puerto Trópico (1980), Baby Cat-Face (1995), El asunto de Sinaloa (1998), Wyoming (2000) y La vida desenfrenada de Sailor y Lula (1991) y Perdita Durango (1992), segunda y tercera parte de las aventuras de Sailor y Lula, culminadas con The Up-Down (2015) después de varias entregas– y ensayos –Out Of The Past. Adventures In Film Noir (1988), recorrido por el cine negro con Barry como guía, quien ofrece breves ensayos sobre un centenar de sus filmes preferidos, desde clásicos como La jungla de asfalto (John Huston, 1950) o Malas calles (Martin Scorsese, 1973) hasta títulos europeos como Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)–.

Pero en su carrera también encontramos biografías –El libro de Jack. Una biografía oral de Jack Kerouac (1978) y Saroyan. A Biography (1984), ambos con Lawrence Lee–; colecciones de poemas –Ghosts No Horse Can Carry. Collected Poems, 1967-1987 (1989), Las cuatro reinas (2006)–; recopilaciones de relatos cortos –New Mysteries Of Paris (1991), Gente nocturna–; libros de fotografías –Hot Rod (1997), sobre la obsesión yanqui por los coches y la velocidad, y Bordertown (1998), un viaje por las ciudades de la frontera entre México y USA, ambos con instantáneas de David Perry–, obras de teatro y guiones cinematográficos.

El autor también protagonizó el documental Barry Gifford. A Wild At Heart In New Orleans, una producción de la RAI de 1999, dirigida por Francesco Conversano y Nene Grignaffini. El filme, aderezado con canciones de Tom Waits, Chris Isaak y Fats Domino entre muchos otros, es una road movie por varios puntos de la ciudad sureña, con el escritor como guía: lugares que le influyeron, en los que pasó algunos momentos o que se citan en sus obras, como la casa de William Faukner (convertida hoy en librería), el Dew Drop Inn (una sala de fiestas donde actuaron James Brown y Little Richard), un gimnasio de boxeadores, un hipódromo o el restaurante Mosca’s (donde se reúne la comunidad italiana, con fotos de italianos célebres).

La mejor dedicatoria

Después de este encuentro con Gifford, le pedí al autor que me firmara mi ejemplar de La historia de Sailor y Lula. Creo que es la mejor dedicatoria que me han escrito nunca, además de toda una filosofía de vida.

Una pareja al límite y un padre cool

La historia de Sailor y Lula (Alianza, 1990) La apasionada historia de amor entre Sailor y Lula y su desesperada huida. A su paso, se toparán con personajes como el detective Johnnie Farragut, el maligno Bobby Peru y Perdita Durango.

La vida desenfrenada de Saylor y Lula (Anagrama, 1993) La secuela de La historia de Sailor y Lula cuenta el reencuentro de los personajes diez años después, y las peripecias de su hijo Pace. La galería de arquetipos incluye a la peligrosa lolita Consuelo Whynot.

El padre fantasma (Destino, 1998) Recuerdos de su padre, Rudy Winston, a través de episodios infantiles, fragmentos de periódicos y fotos familiares, en unas memorias llenas de ternura que todo amante de las historias mafiosas sabrá valorar.

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