Por mucho que lo intento, ignoro cuándo fue la primera vez que crucé su puerta. Pero, aunque no me acuerde ni de la fecha ni de las circunstancias de tal hecho, sí tengo un montón de buenos recuerdos relacionados con el bar. Y, por una vez, permitidme que sea más subjetivo y sincero que en otras ocasiones al contarlos.
Retrocedamos a febrero de 2013. Tras pasar toda mi vida en Gràcia, el barrio barcelonés donde residí cincuenta años y que sigo considerando mi hogar, las desafortunadas vicisitudes de mi último trabajo en esa revista musical que prefiero olvidar –traducidas en sucesivos recortes en el sueldo– me obligaron a un cambio de escenario.
Muy a mi pesar, y a consecuencia de unos alquileres abusivos, debía dejar el barrio donde nací y trasladarme a otra zona. En ese momento mantenía una relación amorosa con visos de futuro –es decir, planes de boda y toda la parafernalia–, así que con mi entonces novia empezamos a ver pisos en diversos lugares.
Aunque también echamos un ojo a diversas propuestas en Gràcia –de hecho, recuerdo que entre los dos “finalistas” se encontraba uno cerca del Camp de l’Europa–, nos quedamos con un piso en una calle de Sants. Un piso que, todo hay que decirlo, al principio no veía claro, pero mi ex supo atisbar sus posibilidades… Y no se equivocó.
Lo que, en un primer momento, era un loft vacío de cien metros, con el tiempo se convirtió en “nuestro” hogar… Pero, un año después, la relación se rompió y se quedó únicamente en “mi” hogar, el piso perfecto para un soltero aficionado a coleccionar discos, DVDs, libros, muñecos de acción y muchas mierdas más.
Me encontré solo en un barrio totalmente desconocido para mí. Al principio no tenía muchas ganas de socializar, así que no investigué las posibilidades de ocio nocturno que ofrecía mi nuevo hábitat. Pero me di cuenta de que no había restaurantes mexicanos tan exquisitos como los de Gràcia ni bares donde poder escuchar buena música.
Aquí es preciso un paréntesis: cuando voy a tomar copas, necesito escuchar música que me guste y que no sea la que suena en todas partes. Y entonces descubrí el Honky Tonk. Recuerdo vagamente que, cuando vivía en Gràcia, había oído hablar de un bar de blues en Sants, pero nunca fui porque se me hacía una odisea ir tan lejos.
Vuelvo a repetir: no me acuerdo en absoluto de la primera vez que crucé la puerta del local. Pensándolo bien, tal vez me lo descubrió en 2014 una amiga de mi ex que vivía en el barrio, aunque cuando fuimos era en horario de tarde de un día laborable, es decir, sin conciertos.
Sea como sea, me gustó el sitio y, sobre todo, la música que sonaba, blues. Al principio, recuerdo acudir en soledad, más para beber y lamer mis heridas que para otra cosa. Siempre me ha atraído esa mitología del lonely drinker, del “there’s a tear in my beer”, perfecta para mi carácter en ocasiones autodestructivo.
Y la música me llevó a abrirme. Soy más bien tímido –los que no me conocen incluso podrían decir que antipático–, pero, inevitablemente, cuando escuchaba algo que me gustaba y no sabía qué era, se lo preguntaba a quien estuviera detrás de la barra en ese momento.
Poco a poco, me fui encontrando cómodo gracias a la simpatía (y empatía) de Jordi y Alberto, y pronto llegué a esa situación ideal en la que puedes ir a un bar sin quedar con nadie, porque los camareros te conocen y nunca te sientes solo. Y, en este caso, con más motivo, porque Jordi y Alberto eran el alma del local, con los que podías hablar de música, de la vida y de cualquier cosa.
De esta forma, el Honky Tonk se convirtió en el oasis que estaba esperando en un entorno que aún era desconocido para mí, mi bar de cabecera –no sé si existe este concepto, aunque habría que acuñarlo– al que acudir en los momentos de bajón existencial, de soledad endémica.
Y entonces descubrí los conciertos de fin de semana (sábado y domingo). Al principio, de forma casual, cuando salía un sábado y caía por ahí sin saber ni siquiera quién tocaba. La cosa debió gustarme, porque pronto empecé a fijarme en la programación de los grupos que actuaban.
Mis primeras experiencias como espectador reflejaban mi timidez. Es decir, no me movía de la barra y allí me tragaba mis cuatro Epidor de rigor –dos durante el primer pase y otras dos durante el segundo–, acompañadas por kikos o patatas fritas por aquello de tener algo en la barriga.
Me sentaba en el extremo lateral de la barra, el más alejado del escenario, donde solo podía escuchar a los músicos, pero no verlos. Más tarde, sin dejar la barra, me situé en el extremo opuesto, justo delante del escenario, donde gozaba de una perfecta visibilidad. Y al final, ya me sentaba en la mesa que estaba ante los músicos.
Eso me llevó a empezar a hacer fotos y grabar vídeos de los conciertos. Soy más bien critico con esas personas que están con el móvil en la mano durante toda una actuación, pero confieso que caí –aunque sin tanta obsesión– porque quería tener una prueba de algunos de los maravillosos momentos que viví como espectador.
Antes de escribir este artículo, he empezado a rebuscar las imágenes en mi iPhone para ver si encontraba una fecha que me orientara sobre cuando comencé a sacar instantáneas. Y he encontrado que las primeras fotos y vídeos pertenecían a conciertos de Sweet Marta & Johnny Big Stone en 2015 y Lluís Coloma y Wax & Boogie en 2016 (aunque a estos últimos estoy seguro de que los vi antes).
Pronto me di cuenta de que los días de los bolos se congregaban las mismas personas –algunos, incluso cualquier día de la semana, como Blas Picón y su compañera Anna–. Y, en el lateral derecho del escenario, se encontraba el sector digamos más hooligan, los que no se perdían ni un concierto y hablaban con los músicos como si los conocieran de toda la vida.
Por tercera vez lo digo: mi timidez hizo que, al principio, saludara con un simple gesto o un escueto hola a estas personas con las que me cruzaba habitualmente. Pero ahí estaba la magia del Honky Tonk, ese espíritu cercano y familiar que hizo que poco a poco bajara la guardia y empezara a hablar con la gente. En el fondo, todos estábamos allí por lo mismo: nos unía la pasión por el blues.
De esta forma, conocí a personas estupendas como el periodista y escritor Manuel López Poy; los fotógrafos Jordi González y Stradi Corleone, y los entusiastas Jordi, Tere, Lourdes, Desi, Miquel, Montse, Xavier, Elisa y muchos más. No puedo decir que mantenga una amistad con todos ellos –de hecho, con algunos dejé de hablarme por motivos políticos–, pero bueno…
Lo que pretendo explicar con todo esto es que el buen ambiente del Honky Tonk invitaba a socializar. Recuerdo noches en que hablé con personas no asiduas a las que no conocía de nada. Y, eso sí, me quedó clavada una espinita: no saber más de Marisol, la chica que bebía Chimay y siempre llevaba un libro.
Esa facilidad de congeniar con la gente también era aplicable a los músicos. La cercanía del escenario permitía que pudieras hablar con ellos –además de comprar sus CDs para que te los dedicaran y ver su setlist en el suelo de madera– y establecer una extraña relación que iba más allá de la típica de fan y artista.
Así, tuve el placer de conocer a músicos tan valiosos en el aspecto artístico como en el personal como Lluís Coloma, Ster Wax, David Giorcelli, Big Mama Montse, Óscar Rabadán, Víctor Barceló, Xavi Cortés, Reginald Vilardell, Oriol Fontanals, Balta Bordoy, Sister Marion y muchos más.
El caso de Blas Picón es más curioso: como decía antes, podía encontrarlo cualquier día de la semana, pero por mi timidez –y por su aspecto imponente con su estatura– tardé más de dos o tres años hasta que conseguí que me lo presentaran.
Y, por supuesto, también pude conocer a artistas internacionales e incluso entablar conversaciones en mi inglés precario con el británico Dom Pipkin –a ambos nos une la fascinación por los pianistas de Nueva Orleans– y los norteamericanos Sax Gordon y Greg Izor, entre otros.
No exagero si digo que el Honky Tonk se convirtió en mi refugio: para celebrar cumpleaños en soledad, para olvidar penas amorosas –he perdido la cuenta de las relaciones frustradas que he vivido en los últimos años–, para sacarme la amargura de una vida profesional deprimente.
También era el lugar al que llevaba a los amigos de paso –como el periodista cordobés Gabriel Núñez Hervás–, a las novias de turno –y a las que no me correspondían– y a los colegas de extrañas asociaciones –como los Bearded Villains, un grupo de barbudos, en una noche que prefiero olvidar y que pasará a los anales del alcoholismo–.
El Honky Tonk generó mis propias costumbres disparatadas: a saber, hacerme un selfi en los lavabos –cuando no había gente, por supuesto–, ir a mear entre pase y pase durante los conciertos –cuando los fumadores salían a la calle– y hacer fotografías callejeras cuando volvía a casa cargado de alcohol (por cierto, cambié la Epidor por la Voll-Damm).
No exagero si digo que era más que un simple bar: además de darme a conocer una excelente escena musical que desconocía, la del blues de Barcelona –injustamente olvidada por los medios de comunicación, tanto generalistas como especializados–, me descubrió su apasionada comunidad de seguidores.
Con su desaparición, se esfuma también el único aliciente que me mantenía unido a Sants, un barrio que seguramente no tardaré mucho en dejar por motivos económicos y por mi situación laboral –o no laboral, sería más adecuado–. Pero esa ya esa otra historia.
Solo me queda una cosa: gracias por todo al Honky Tonk y a su gente.