Aunque no era su debut, sí podría considerarse el álbum que lo catapultó a la fama y le dio prestigio. En 2021 cumple un cuarto de siglo desde su publicación, y lo celebramos con un análisis de lo que significó en su momento este disco que mezcló la música americana con raíces con el hip hop y muchas cosas más.
Si Bek David Campbell (nacido el 8 de julio en 1970 en Los Ángeles), más conocido como Beck Hansen o simplemente Beck, fuera un «perdedor», como canturreaba en su célebre Loser, ¿qué sería el resto de músicos actuales?
El éxito de ese himno y su carácter prolífico, con tres álbumes publicados en 1994 –Stereopathetic Soulmanure, Mellow Gold y One Foot In The Grave– en tres sellos distintos, despertó los recelos, y muchos se preguntaban si solo sería una estrella de un solo hit.
Con Odelay (1996) las dudas se disiparon. El quinto trabajo del californiano abrió un mundo inexplorado, repleto de matices inesperados que rompían con la estructura lineal de las melodías, un experimento que había iniciado en Mellow Gold y que aquí llevó a un nivel superior.
En lugar de dirigirse hacia una sola dirección, las canciones de Odelay estallaban y se expandían hacia puntos equidistantes y hasta antagónicos, para acabar confluyendo bajo la perspectiva de Hansen.
En Odelay nada era lo que parecía: ni el título (una deformación de «órale»), ni la portada (¿es una alfombra, una oveja o un perro de lanas?) ni las canciones. Antítesis de su etapa como solista en directo, más cerca del fuego de campo que de otra cosa, en el disco Beck aprovechaba todos los logros de la técnica.
Con la complicidad de los coproductores The Dust Brothers y Mario Caldato Jr. (Beastie Boys) y la colaboración de músicos como Charlie Haden y Greg Leisz, construía puzles sonoros con infinitas piezas, collages irresistibles que buceaban en la historia de la música.
La mezcla de texturas electrónicas y acústicas era sorprendente: programaciones de ritmos junto a armónicas, scratch y samples de mariachis, masturbaciones de guitar hero, teclados de videojuego y gruñidos de cerdo, slide e interferencias telefónicas, rapeos a lo old school y voces distorsionadas.
Como un erudito de la música americana con raíces (country, blues, folk), Beck se resistió a apartar los sonidos que forjaron la leyenda, pero no pudo evitar el signo de los tiempos. Como un cocinero loco, cogió ingredientes de distintas gastronomías para elaborar su propia receta.
Por eso, el guiso resultante era irresistible, al conjugar el rap con el blues acústico (Hotwax); bromear a costa del easy listening (The New Pollution); ensamblar fragmentos de bossa nova (Readymade, con el Desafinado de Jobim); construir estribillos comerciales sin renunciar a su espíritu naíf y juguetón, y emular a Tom Waits (Derelict) y Bob Dylan.
Más aún: en Sissyneck el country (cortesía de la pedal steel de Leisz) cabalgaba sobre el hip hop; Ramshackle estaba impulsado por el latido del contrabajo de Haden, y High 5 (Rock The Catskills) jugaba con toda suerte de efectos.
La joya de la corona era Where It’s At, un rap donde se fundían un estribillo electro de Mantronix (ese “two turntables and a microphone” sacado de Needle To The Groove), percusiones industriales, metales jazzísticos y guitarras colgadas.
Y como un arqueólogo, Beck rebuscó entre los samples más originales, de los Them a The Frogs, de Joe Thomas a Rasputin’s Stash, de Dyke And The Blazers a Laurindo Almeida, con un acierto que despertaría la envidia de otro obseso, Quentin Tarantino.
A todo esto, no dejaba de ser un cantautor, con las mismas preocupaciones e inquietudes que los cantantes folk de los cincuenta: la alienación de la sociedad y la necesidad de escapar. Eso sí, con la ironía y el cinismo propios de los noventa y un envoltorio que tenía en cuenta todo lo que lo precedía. Solo por eso, se le puede considerar uno de los últimos grandes creadores del siglo XX.