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Una lágrima por Blues Boy

B.B. King, con su inseparable Lucille

Aunque ya nos temíamos lo peor desde hace meses, la muerte de B.B. King no ha dejado de ser un gran golpe para todos los aficionados a la música. Y como la prensa ya se ha encargado de contar sus logros detalladamente, intentaremos recordar al Rey del Blues desde otra perspectiva mucho más personal.

Siempre he sido bastante crítico con las necrológicas, sobre todo en la actualidad: con la increíble fuente de información (muchas veces errónea) que supone internet, cualquiera puede glosar la vida y los milagros de otro, sea un escritor, un músico, un científico o un deportista, aunque no haya leído sus libros, oído sus discos, estudiado sus teorías o presenciado sus marcas. A golpe de Wikipedia de repente, y como por ciencia infusa, uno se convierte en el mayor experto del fiambre.

Esto lleva a un replanteamiento del género del obituario: más allá de saber dónde nació el personaje, de qué ha muerto, en qué mes y año ha conseguido sus logros y otros detalles que, por abrumadores, acaban por aburrir, y que, encima, puede encontrar cualquiera, hay que aportar datos que nadie conozca o profundizar en lo que significó.

Sirva este largo preámbulo para justificar de qué manera voy a tratar la enorme pérdida de B.B. King, fallecido el 14 de mayo. Lo que vais a leer a continuación no es una sucesión exhaustiva de fechas, sino un relato de cómo el genial bluesmen influyó en mi vida. Así que allá vamos.

La entrada de mi primer concierto de B.B. King en 1981

Mi primer concierto «serio» fue el de B.B. King en el Nuevo Pabellón Club Juventud de Badalona el 29 de septiembre de 1981, al módico precio de setecientas pesetas. No era la primera vez que veía una actuación en directo, pero no me siento muy orgulloso de recordar que me estrené en 1974 con ese cantante de melodías pegajosas llamado Gilbert O’Sullivan…

Pero nos estamos desviando del tema: lo primero que me impresionó del artista norteamericano fue la asombrosa velocidad de sus dedos recorriendo el mástil, esa digitación que formaba parte de su sonido único, nítido pero enormemente expresivo. Esa noche, sin pretenderlo, B.B. encendió en mí una lucecita y avivó un deseo latente en mí desde hacía un par de años .

Es un tópico, pero muchos malpensados lo dicen. Eso de que todo crítico de cine, en el fondo, es un director frustrado. Por la misma regla de tres, todo crítico musical es un músico frustrado. ¿Esto es cierto? No creo. Aunque, en mi caso, pensé antes en tocar la guitarra que en escribir sobre música. ¿Y cómo me ocurrió? Supongo que como a muchos otros: tenía un amigo en el colegio, Jordi Teixidó, que tocaba (y sigue tocando) muy bien la guitarra eléctrica.

Recuerdo especialmente una fiesta de fin de curso a finales de los setenta (1978 o 1979, la memoria me falla), en los Jesuitas de Caspe, con la actuación de una banda integrada por, atención, Carlos Segarra a la voz y guitarra y Aurelio Morata al bajo, el futuro tenista Juan Aguilera a la batería, y mi amigo Jordi a la guitarra… y, entre el público, el mismísimo Loquillo. Hoy en día pagaría lo que fuera (bueno, no tanto) por una grabación de ese concierto con los pre-Rebeldes (porque creo que la banda aún no existía como tal).

El célebre concierto en los Jesuitas de Caspe con Carlos Segarra (guitarra y voz), Aurelio Morata (bajo), Juan Aguilera (batería) y Jordi Teixidó (guitarra). Sentado a la derecha del escenario, un jovencísimo Loquillo

Sea como sea, se me metió en la cabeza que quería una guitarra eléctrica. Y, como me suele pasar cuando deseo algo, no paré hasta conseguirla. Eso sí, para reunir el dinero necesario, tuve que vender, entre otras cosas, mi querida colección de cómics Marvel (con ejemplares históricos de series como Spider-Man que hoy valdrían una fortuna).

Una vez conseguida la guitarra, una burda imitación de una marca desconocida de la mítica Gibson Les Paul, sólo me faltaba aprender. Y en lugar de clases, solfeo y tonterías por el estilo, opté por el método más sencillo: escuchar los discos de los maestros e intentar emularlos.

Como todo en esta vida (el trabajo, el sexo y muchas cosas más), tenía vocación de solista. Esto quiere decir que no sabía hacer ni un acorde, únicamente solos, basados en la improvisación, claro. En ese momento mis maestros fueron los grandes del blues: especialmente, B.B. King, pero también Clarence Gatemouth Brown y Albert Collins. Conseguí imitar bastante decentemente los solos de King. Pero ya me costó más coger el estilo de mi héroe Stevie Ray Vaughan.

¿Y qué pasó con mi plan de convertirme en guitar hero? Cometí el mayor de los pecados de un “músico”: dejar mi instrumento a otra persona. Consejo: nunca prestes tu guitarra (aunque sea para ganarte la confianza del hijo adolescente de tu novia); antes, deja a tu novia. Obviamente, nunca volví a ver mi imitación de Les Paul y durante décadas perdí el interés por tocar… Hasta 2009 o 2010, cuando retomé el contacto con mi amigo del colegio Teixidó.

La portada de "Take It Home" (1979), o el deseo de un niño por conseguir una guitarra

Asistí a una fiesta que organizó en su chalet donde se encontraban varios músicos, y se celebró una jam session. No sé cómo, cayó en mis manos una guitarra e improvisé algunos riffs copiados de Albert Collins. La mecha ya estaba prendida. Pocos meses después, me compré otra guitarra: mi objeto de deseo era la Fender Stratocaster Signature de Stevie Ray Vaughan, pero se escapaba de mi presupuesto y me quedé con la de su hermano Jimmie Vaughan, a quien también admiro profundamente.

Después de ese primer concierto de B.B. King en 1981 que despertó mi faceta de guitarrista, lo vi en otras ocasiones, la última el 19 de noviembre de 1992 en el Palacio de los Deportes de Barcelona, junto a Robert Cray. Se convirtió en uno de los legendarios supervivientes del blues y, a pesar de su avanzada edad –nació en 1925–, no dejó de actuar por los escenarios de todo el mundo.

Siempre me fascinó lo bien que supo envejecer: a diferencia de otros bluesmen que echaban mano de su trayectoria y ofrecían conciertos directamente patilleros –por ejemplo, el en otras épocas grande Albert Collins solía dejar que su banda tocara un buen rato para salir después en plan relámpago durante una media hora y largarse–, King respetaba a su público, y aunque las condiciones físicas no le acompañaran –desde hacía décadas solía tocar sentado– musicalmente ofrecía conciertos impecables.

Confieso que, conforme pasaban los años, cada vez me gustaba más. Esta afirmación puede resultar polémica: en los últimos días he leído comentarios en Facebook de amigos y conocidos que decían que habían dejado de ir a sus conciertos porque preferían recordarlo en plenitud de facultades… todo son opiniones.

"Blues Summit" (1993) y "One Kind Favor" (2008), los dos mejores álbumes de la última etapa de King

En cuanto a su trabajo discográfico, y a diferencia también de otros bluesmen, sus últimos discos estuvieron a la altura de la leyenda. Como algunos de sus colegas, no se resistió a la tentación de grabar con ilustres invitados: en este sentido, hay que destacar el magistral Blues Summit (1993; Grammy al mejor álbum de blues tradicional en 1994), junto a Buddy Guy, John Lee Hooker, Etta James, Albert Collins, Irma Thomas y otros genios (no, por suerte no estaba Eric Clapton) y, en menor medida, Deuces Wild (1997), acompañado de una gran campaña publicitaria, donde ampliaba el espectro de los colaboradores, entre ellos Van Morrison, D’Angelo, Bonnie Raitt, Willie Nelson, The Rolling Stones y… sí, aquí sí estaba Clapton, por desgracia.

Otros discos recientes destacables sin la pegatina de allstars son Blues On The Bayou (1998; Grammy al mejor álbum de blues tradicional en 2000), grabado en Louisiana; Let The Good Times Roll. The Music Of Louis Jordan (1999), un tributo al cantante y saxofonista de jazz y jump blues; y su último álbum de estudio, el magnífico One Kind Favor (2008; Grammy al mejor álbum de blues tradicional en 2009).

Aunque a esas alturas de la película le quedaba poco por demostrar –nadie discutía ya su corona de Rey del Blues, y se había convertido en un personaje entrañable y mimado por crítica y público–, con esta última grabación volvió a sus orígenes, con una producción desnuda de T Bone Burnett, un mínimo acompañamiento –Dr. John al piano, Jim Keltner a la batería y Nathan East al contrabajo acústico, además de unos discretos metales– y un repertorio de blues auténtico, integrado por clásicos de Howlin’ Wolf, Lonnie Johnson, Blind Lemon Jefferson, T-Bone Walker y John Lee Hooker. Probablemente ignoraba que sería su último disco, pero no podía despedirse mejor.

Aunque en mis casi treinta años de profesión he entrevistado a muchos artistas, no tuve la suerte de coincidir con B.B. King, pero sí he conocido a personas que trabajaron con él. Uno de ellos fue Dr. John, con quien colaboró en varios álbumes. Y más cercanos geográficamente, Raimundo Amador y Cathy Claret (la autora de Bolleré, un tema que popularizó Amador con la colaboración de B.B. King, con quien hizo algunas giras).

Cuando hablé con el guitarrista gitano con motivo de su colaboración con Howe Gelb para el disco Alegrías (2010) y le pregunté sobre sus tribulaciones lingüísticas con el inglés y si existía un entendimiento musical que iba más allá de las palabras, surgió el  nombre de King: «¡Hombreeeee, hombreeee! B.B. King dijo eso. Le preguntaron cómo nos entendíamos. Y contestó: ‘Nosotros, para hablar lo hacemos a través de traductores, hablamos un poco con las manos, pero cuando cogemos las guitarras, ahí no hay más que un idioma, el de la música’. Con la música no hace falta traductor».

Ayer mismo contacté con Cathy Claret para que me contara de primera mano sus recuerdos sobre el desaparecido bluesmen: «Para mí, es un monumento, una leyenda, es eterno… No necesitaba hacer demostraciones de técnica: con una sola nota es reconocible, incluso para los no melómanos, porque tiene esencia, como Django Reinhardt, a quien él tanto admiraba. Conectaba con la gente que ha sufrido. Le pasa como a Camarón, tendrá imitadores a través del tiempo y siempre será una referencia, pero no habrá otro como él ni en cien años».

La cantante y compositora francesa afincada en Barcelona llegó a conocer a King. «Tuve la inmensa suerte de que tocara una canción mía con el gran Raimundo Amador –se refiere a la antes citada Bolleré–. Recuerdo que, cuando la escuché interpretada por estos dos monstruos, me emocioné muchísimo, y pensé que ya había cumplido mi sueño. Cualquier músico o compositor del mundo hubiera soñado con esto, y me pasó a mí. Luego lo vi actuar en muchas plazas de toros, y no te puedes imaginar lo orgullosa y pequeña que me sentía escuchando a B.B. King tocar una de mis composiciones, pero no me atreví a hablarle».

Y sigue Claret: «Unos años más tarde, tuve la oportunidad de conocerlo y de charlar con él de la manera más natural del mundo. Fue cuando hizo su gira con Willy DeVille, que era muy amigo mío. Así que, entre bambalinas, estaba allí con toda esta gente, y fui a saludarlo. Me ofreció Coca-Cola. Esbozó una inmensa sonrisa y le dije: ‘¿Sabías que la canción que tocas está compuesta por una mujer, por una servidora? ‘. Y me contestó: ‘If a song is good, song is good’. Y se echó a reír. Seguimos hablando de otras cosas. Yo iba con mi hija en brazos y él, que sentía adoración por los niños, le preguntó a qué hora se iba a dormir… Aunque era una leyenda, lo sentía cercano, muy cercano. Nos despedimos con un abrazo enorme, de los que solía dar él».

La carta del B.B. King's Blues Club de Memphis

Mi último recuerdo relativo a B.B. King se remonta a 1992, cuando viajé a Memphis y visité el B.B. King’s Blues Club en el 143 de Beale Street (el equivalente a Bourbon Street en Nueva Orleans). Aunque evidentemente él no estaba, sí pude disfrutar de un concierto de Lil’ Ed Williams And The Blues Imperials (con una excelente sonorización que dejaría en evidencia a cualquier sala española), comer una estupenda hamburguesa y «robar» una carta con el menú del local que aún conservo como oro en paño.

En la portada de su álbum Take It Home (1979), un niño observa una preciosa guitarra (Lucille) en el aparador de una tienda de empeños, y en la contraportada aparece andando con el instrumento a su espalda. Esa es la misma sensación que me provocó B.B. King cuando lo vi actuar por primera vez hace casi treinta años y despertó mi amor por el blues. Ahora sí, descansa en paz, Maestro.

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