Apareció en la portada de la revista DownBeat como un icono del “country-jazz” y tocó invitado tanto en la Casa Blanca como en la prisión de San Quintín. Considerado uno de los representantes del sonido Bakersfield, cosechó hits hasta 1985. Y, curiosamente, nació y murió tal día como hoy. Recordamos la crítica de uno de sus álbumes del presente siglo.
Los primeros años de Merle Haggard –nacido el 6 de abril de 1937 en Oildale (California) y fallecido el 6 de abril de 2016 en Palo Cedro (California)– estuvieron marcados por la delincuencia y sus estancias en chirona. Fue precisamente durante su ingreso en San Quintín cuando un tal Johnny Cash que pasaba por ahí le inculcó el gusto por la música.
En 1960, al salir de la trena, se dio cuenta de que esa vida de desenfreno no lo llevaría a nada y se lanzó a cantar. La cosa funcionó: sus canciones, muchas de ellas sobre las vicisitudes de la clase trabajadora, han sido grabadas por artistas del rock como Elvis Costello o Grateful Dead, y hasta la tripulación del Apollo 16 llevaba una cinta suya.
Enmarcado en el sonido Bakersfield –formó parte de The Buckaroos, el grupo de Buck Owens–, pero también en el movimiento outlaw y en el renacimiento del western swing –exhibiendo su talento como violinista y reivindicando a Bob Wills–, Haggard fue el autor de 38 números 1 entre los años sesenta y los ochenta (entre ellos, Mama Tried, Hungry Eyes, Workin’ Man Blues y Okie From Muskogee), y ganador de numerosos premios.
Pero a partir de 1985, su fortuna empezó a cambiar, y las listas se vieron dominadas por una nueva generación de artistas que, curiosamente, se reconocían influidos por él.
Tras algunos conflictos con su anterior discográfica y problemas monetarios y alcohólicos, a sus 63 años Merle retomó el control de su carrera, y publicó If I Could Only Fly (2000), su primer disco fuera del establishment, en Epitaph, un sello punk-rock de Los Ángeles.
El resultado fue brillante: puso en evidencia que conservaba su excelente voz nasal y profunda y su buen gusto a la hora de fundir el country con las influencias del jazz, el blues y el folk, además de suponer un punto de inflexión en su carrera; el clásico comeback, en definitiva.
Grabado junto a su banda The Strangers, el disco era un trabajo reflexivo, con letras brutalmente honestas sobre momentos de su vida (la carretera, la madurez personal) que reflejaban las influencias que lo caracterizaron.
El veterano intérprete se movía con soltura por el honky tonk borrachuzo (Honky Tonk Mama, con un tórrido solo de saxo), los sonidos fronterizos (Crazy Moon, con una deliciosa guitarra española), el folk (el If I Could Only Fly de Blaze Foley) y el western swing (el trotón Bareback, con un violín jazzístico protagonista, y Proud To Be Your Old Man, donde el piano tenía una mayor presencia).
También brillaba en las canciones de cowboys –la deliciosa nana (Think About A) Lullaby–, en la evocación de la rebeldía outlaw (I’m Still Your Daddy, Thanks To Uncle John) y en las baladas honky tonk –la tremenda Turn To Me y Listening (To The Wind)–.
A partir de If I Could Only Fly su carrera se relanzó, sobre todo con álbumes espléndidos como Roots. Volume 1 (2001) –una colección de versiones de Lefty Frizzell, Hank Thompson y Hank Williams, entre otros–, el doble Last Of The Breed (2007) –junto con Willie Nelson y Ray Price– y The Bluegrass Sessions (2007).
En 2011 apareció su último disco como solista, Working In Tennessee, y en 2015 su postrera colaboración con Willie Nelson, Django And Jimmie.