
Es un tipo desconcertante, un personaje inquieto que, con el country como punto de partida, elabora su propia sopa con especias asiáticas, de psicodelia y de blues del Delta. Él mismo se describe como un alien en la cultura sureña. En 2001 lo entrevisté con motivo de la publicación de su segundo álbum, No Such Place, y confieso que me contó cosas que tal vez no necesitaba saber.
«Prou pray proddey, pa pallassate pa pau pu pe, teli terattata taw, terrea te te-te-te-te, vole virte vum, elee lete lede luto, singe singe singe, imba, imba, imba». Si Michael Davis Pratt hubiera sido capaz de entonar misteriosas frases como esta, un ejemplo del fenómeno conocido como glosolalia, tal vez nunca habría salido de la iglesia fundamentalista, y hoy desconoceríamos su talento encarnado en su otro yo, Jim White (nada que ver con el batería australiano de los Dirty Three).
Parecía inevitable que el cantante tuviera su «experiencia religiosa» en una ciudad sureña tan obsesionada como Pensacola (Florida): «Descubrí que estaba hambriento de Dios, pero también que cuando dices que hay Dios, sabes que no existe. En ese momento, dejé la iglesia».
Pasaron veinte años hasta que el sello de David Byrne, Luaka Bop, descubrió a Jim, y salió a la luz The Mysterious Tale Of How I Shouted Wrong-Eyed Jesus! (1997), con las colaboraciones de Joe Henry y Victoria Williams. A lo largo de esas dos largas décadas, White ejerció como camarero, taxista en Nueva York, boxeador, predicador, operario en una fábrica de muebles y hasta modelo en Milán. No Such Place (2001) fue su segundo trabajo, un disco para el que contó con diversos productores, como los Morcheeba o Andrew Hale, conocido por sus grabaciones con Sade.

Me gustaría que me contaras qué solías escuchar de joven… Mi padre fue como la oveja negra que abandonó a su familia y se fue al sur: él no oía mucha música, pero nos llevó hasta una zona con una tradición muy rica en ese sentido. De niño iba a casa de mis amigos y escuchaba country, y lo hacía como un extranjero, con una cierta distancia, no como un crío que crece con esa música. Eso era bueno, porque me dio una perspectiva diferente. Si hubiera nacido en el sur, seguramente hoy incluiría más sonidos tradicionales en mis discos. Pero como crecí en una familia que no tenía nada que ver con el sur, no fui adoctrinado en la música sureña. Oía la radio, y en mi ciudad había una emisora que pinchaba todo lo que era popular en los sesenta y los setenta. Mezclaba constantemente: los Temptations con «Ode To Billy Joe» de Bobby Gentry, los Beatles con «La balada de los boinas verdes»… Así estabas expuesto a diferentes géneros. Hoy, con los formatos, sintonizas la emisora que te agrada y solo escuchas un tipo de estilo, y eso es un problema porque tu gusto se hace más y más cuadrado. Cuando era niño y me atraía una canción, me pegaba el transistor al oído y me dormía esperando cantarla en mis sueños. Me gustaba mucho «Ode To Billy Joe»: en el sur hay muchas composiciones sobre la locura, la muerte, el crimen y el suicidio. Para mí, esa es la tradición más interesante de la música en Estados Unidos. Está en mi corazón. También la encuentras en el blues del Delta. No me gusta el blues de Chicago, pero sí el blues del sur y el góspel blanco.
¿Y Hank Williams? Me gusta, sí. Lo escuchaba en el tocadiscos de mis amigos o en la radio, pero no lo buscaba. La primera vez que empecé a buscar fue a los 20 años, cuando oí a Tom Waits. Entonces me dije: «Esto es una clave importante para comprender quién soy, y le agradezco que ofrezca su obra al mundo». Entre una época y otra, escuchaba lo que sonaba en la radio y lo que oía en las iglesias. De hecho, no pensaba mucho en la música, para serte honesto.
¿Cuándo y cómo decidiste convertirte en cantante y compositor? Me rompí la pierna dos veces en un año, a los 18, y no pude andar durante mucho tiempo, así que un accidente me llevó a la música. Alguien me dejó una guitarra y, como no tenía nada que hacer, y en esa época no me gustaba leer, lo único que hacía era estar sentado e intentar aprender a tocarla. Cuando mis amigos venían y pretendían enseñarme un tema de James Taylor, Cat Stevens o de cualquiera de los artistas populares del momento, no me figuraba cómo podía hacerlo. Pero después de aprender la mitad de un par de canciones, decidí tocar mis propias composiciones. Hasta que una discográfica las oyó pasaron veinte años. Durante ese tiempo estuve componiendo como un hobby.

Veinte años es mucho tiempo… Empiezas diciendo algo así como «lo haré durante tres años para demostrar que tengo talento». Pero no sabía qué hacer con ese talento. Cuando llegó el momento de mostrarlo a otros músicos, estaban muy confundidos, porque no afinaba la guitarra, o no lo hacía de la forma habitual. Fui autodidacta, y era incapaz de tocar simples acordes estándares porque inventé otros muy complicados. Verme tocar la guitarra era como si interpretara el jazz más abstracto y loco; pero, de hecho, tocaba acordes simples. Incluso si me ves ahora, parece que estoy haciendo algo mágico. Pero si analizas las notas, ves que son canciones muy simples.
Rick Miller, el líder del grupo Southern Culture On The Skids, habla de «mutaciones culturales». ¿Crees que tu música es una de esas mutaciones culturales? No lo sé. Lo que hace él sí lo es, porque toma el rockabilly sureño, incorpora la sátira y lo mezcla. Pero yo no me centro en un solo género, sino que cojo muchos estilos diferentes y digo: «Me gusta este, me gusta el otro». Pero no es una mutación cultural; creo que es más bien como hacer una sopa loca. Una sopa con una base country, con especias asiáticas, de psicodelia, de blues del Delta… Y si ves los ingredientes puedes decir «esto no tendrá buen sabor», y para algunos, no lo tiene. Me sorprende que pueda gustar a alguien.
Utilizas viejos instrumentos como el banjo y viejos sonidos, pero no eres un nostálgico, sino que tocas música contemporánea. ¿No es contradictorio? Nooo. Déjame decirte algo: si estuviera en una pelea, no dudaría en utilizar la guitarra y blandirla por encima de mi cabeza; no pensaría que es un instrumento, sino una herramienta. Cada nota es una herramienta: con ellas puedes construir una casa como en la que creciste, pero yo no quería hacer eso, sino edificar algo como La Alhambra, algo exótico. Y me dije: «Voy a coger este bonito material de construcción de la música sureña, y ese otro de Sudáfrica, ese otro de fusión, ese otro de heavy metal… Voy a construir una casa loca». No veo limitaciones porque la tradición diga que «esto tiene que ser así». La tradición es para los tradicionalistas. Estuve con una banda que tocaba canciones pop al estilo bluegrass, y a los tradicionalistas del género no les gustaba, porque pensaban que honraba la tradición, pero al mismo tiempo me cagaba en ella. Pienso que cualquier tradición que es demasiado respetada acaba por morir. Si la haces demasiado secreta, morirá.

¿De dónde sacas la inspiración para tus canciones? De muchos lugares. No de libros, sino de cosas que la gente me cuenta o que veo accidentalmente y que me parecen sorprendentes. Leo la prensa cada día, busco momentos en la condición humana que me resultan cómicos y, al mismo tiempo, profundos. Me gusta encontrar contradicciones en el mundo real de las que poder aprender. Luego, cuando escribo una canción, tomo un puñado de esas ideas, me muevo por ellas y hago un mosaico; es un trabajo muy intensivo. Una canción puede llevarme ocho horas al día durante tres meses, solo para encontrar las últimas frases. Es una locura, sí, pero es la única forma que tengo de hacer las cosas. Así que cojo todas esas ideas que guardo para la letra y toco la guitarra, y no pienso en hacer una canción. Escucho extrañas relaciones entre las notas y empiezo a construirla, hasta que tengo una estructura y pienso: ¿qué tipo de palabras encajarían con esas notas? Es como empezar una casa por el tejado e intentar mantenerla en el aire. Soy como un ingeniero a la inversa.
Tu vida es un viaje constante, no solo desde un punto de vista geográfico, sino también laboral. ¿Es tu música un reflejo de ese constante viaje, esa búsqueda de algo? Bueno, oí esa palabra hace unos quince años: soy un buscador, busco algo, aunque nunca supe qué. Supongo que puede ser amor, no el amor romántico hacia una mujer, sino hacia la vida. Si no lo encuentro en un sitio, lo encontraré en otro, y si no lo encuentro en un trabajo, lo haré en el siguiente. Fui concebido cuando mis padres viajaban: conducían de Nueva York a California y pararon en un hotel. Tenían cuatro hijas. Mi padre era muy estricto, y ellas tenían un comportamiento perfecto, porque estaban atemorizadas. Tres sacerdotes vieron a esa pareja joven con cuatro hijas bien educadas y creyeron que era una buena familia católica. Invitaron a beber a mi padre, brindaron por eso una y otra vez. Se emborrachó, y cuando volvió a la habitación del hotel, me engendraron.
Creciste en Pensacola, una ciudad muy religiosa. ¿Cuál fue la influencia de la religión en tu vida y en tu música? Muchos cometen el error de decir que mi familia era pentecostal, fundamentalista, pero era muy liberal, del norte. Aunque veo ciertas conexiones con esos valores. Conocí a gente metida en ese ambiente religioso sudista, y aprendí muchas cosas de ellos: a estar quieto en un momento e invadido por la pasión en el siguiente. Eso es lo que pasa en la iglesia. Y luego está lo de «speaking in tongues», hablar un lenguaje secreto, muy misterioso: gente que no parece tener talento para los idiomas conoce, sin embargo, esa lengua.

En tu nuevo álbum, No Such Place, hay sonidos muy diferentes. ¿Era tu intención ofrecer un paisaje de la música americana con raíces? No. Cada composición tiene su propia fuerza vital. Solo son las canciones tal como salen. Por ejemplo, decidí incluir un trombón al final de un tema: compré uno por cinco dólares. Pero estaba cantando y, cuando lo vi a mis pies, decidí tocarlo, aunque no sé hacerlo.
Utilizas arquetipos del country como la carretera, la bebida… ¿Intentas ser respetuoso con la tradición, o más bien crítico? No, no es algo intelectual. La manera más sencilla de explicarlo es decir que mis pensamientos son abstractos y confusos, e intento recoger símbolos simples para cimentar mis ideas más complicadas. Durante mucho tiempo, cuando componía canciones que nadie escuchaba, todas eran abstractas, y no había ninguna forma de alcanzarlas. Si pones algo en lo que fundamentarte, como una casa, una carretera o un coche, le das un tiempo y un lugar, presentas un contexto en el cual puedes introducir ideas. El otro día le dije a un periodista que nunca me preguntara cosas complejas sobre metafísica. Si doy respuestas sencillas soy mucho más capaz de hablar sobre esos temas.
¿Por qué escogiste una versión del King Of The Road de Roger Miller? Primero, ya te he dicho que las cosas que permanecen demasiado secretas acaban por morir. Y así ahora puedes escuchar la versión original con un sentimiento diferente, y en cierta forma, parece más humana. En 1994 estaba muy enfermo, y un amigo vino a casa a verme y organizó una fiesta con una banda. Nadie sabía que era músico, era un secreto en esa época. Empezaron a tocar y alguien me gritó: «¡Canta algo!». Fue muy extraño: como si estuviera poseído, empecé a interpretar «King Of The Road» al estilo de David Byrne; me pregunto de dónde salió eso. Cuando iba a grabar este segundo LP, mi mánager me dijo que debería incluir una versión, y le sugerí «King Of The Road», porque en un momento extraño me dio fuerza.
¿Qué músicos tocan en el disco? En los temas que yo produje, fue mi banda de Pensacola. Tienen intereses muy eclécticos, y les excita estar envueltos en algo que se aleje de lo que los Allman Brothers llamaban «southern shit circuit»: es muy fácil estancarse en las bandas de sur que hacen versiones y no salir de eso. En las canciones producidas por Morcheeba, estaban exclusivamente ellos. Y Andrew Hale conoce a todos los músicos en Londres, y cuando necesita algo solo tiene que coger el teléfono. En Inglaterra me ofrecieron participar en un festival a beneficio de las víctimas de la tortura, y pensé que era una especie de justicia poética, porque a veces mis shows son una especie de tortura. El tipo que actuaba antes que yo, Dai Thomas, era de Gales y tenía unos 60 años. Cogió un dobro de los años cuarenta y al instante se transformó en un bluesmen del Delta. Fue tan extraño… Tocaba también la mandolina, el banjo… Así que dije a la compañía: «Tenemos que conseguir a ese tipo». Aparece en varios temas.

Al escuchar tus canciones, pienso que serían la banda sonora perfecta para los filmes de David Lynch. ¿Estás de acuerdo? Cuando estudiaba en la escuela de cine, muchos me decían que mis ideas recordaban a las de Lynch. Él es una persona muy alienada. Me encantan sus viejas películas, pero no las nuevas. A partir de «Terciopelo azul» ya no me gustan tanto. Un periodista me dijo que yo tenía dos estilos: country-blues surrealista y mi estilo personal de country-pop. Es surrealista porque la mayor parte de mi vida he sido un alien, un outsider que ha visto las cosas desde la distancia, como hace Lynch. Pero espero aportar algo más de dulzura que él, porque no hay mucha amabilidad en su trabajo. Jim Jarmusch sí tiene esa amabilidad y, al mismo tiempo, esa extraña relación matemática de distancia. Es uno de mis favoritos.
Creo que grabaste una canción para Todo queda en casa (Dean Parisot, 1998), una comedia negra escrita por Vince Gilligan, guionista de Expediente X y creador de Breaking Bad. No la grabé expresamente, sino que contactaron conmigo para utilizarla. Era «Heaven Of My Heart», de mi primer álbum. Me pagaron muy bien, y estoy muy agradecido al supervisor musical del filme y al equipo porque en esa época no podía ni comprar comida para mi hija que estaba en camino, a pesar de llevar tres años como músico y de haber grabado un buen disco –se refiere a su debut, The Mysterious Tale Of How I Shouted Wrong-Eyed Jesus!–. No me importa si el arte y el comercio están juntos, mientras el músico obtenga beneficios.
¿Tienes alguna otra oferta para el cine? Sí, voy a participar en un filme inspirado en la historia de mi primer álbum. Les gustó mucho a unos realizadores ingleses y van a hacer un documental basado en él. Me atrae el cine, pero no me veo capaz de producir o dirigir. (La película se estrenó en 2003 con el título de Searching For The Wrong-Eyed Jesus, dirigida por Andrew Douglas, y en ella participaron, además de White como hilo conductor, otros músicos como Johnny Dowd, The Handsome Family, David Eugene Edwards de 16 Horsepower y el escritor Harry Crews).

Precisamente con Wrong-Eyed Jesus te «metieron» en la escena del country alternativo. ¿Qué piensas de ese movimiento? Recientemente han incluido alguna de mis canciones en algún recopilatorio, y no siento que encaje completamente. Pero me gusta lo que está pasando, porque están deconstruyendo algo que necesitaba desesperadamente ser deconstruido, la calcificada y oxidada máquina llamada country music. El country estaba muerto. Por eso me alegro. Y, por otra parte, creo que ayudará a los jóvenes sureños que quieran expresarse, pero a quienes no les gusta el grunge o el hip hop. Lo bueno de la tradición country es la manera como trata las relaciones humanas, el diálogo sobre ciertas ironías de la vida. Con el country insurgente pueden escribir historias más oscuras que no pueden ser incluidas en el country comercial, y eso es maravilloso.
¿Te consideras una excepción en la escena norteamericana actual? Me considero afortunado de que la gente me escuche, porque hay muchos músicos ahí fuera intentando ser reconocidos. Yo nunca lo intenté; cuando fiché para una multinacional, nunca había actuado delante del público. Mi música es diferente: no intento hacerla como los demás porque no es bueno imitar. No me considero mejor ni peor, solo diferente.
¿Harás alguna gira europea? No es rentable. Traer a cinco personas significa mover mucho dinero. Y no tendría sentido si tocara solo, no haría justicia a las canciones. Es el negocio musical: no te imaginas lo caro que resulta traer una banda. Y es triste. El dinero es una limitación. No necesito ser rico: soy unas de las personas más pobres que habrás conocido en tu vida.
Después de No Such Place, White ha publicado los álbumes Drill A Hole In That Substrate And Tell Me What You See (2004), Transnormal Skiperoo (2007), Where It Hits You (2011) y Waffles, Triangles & Jesus (2017) –sin contar colaboraciones y directos–, ha hecho varias exposiciones artísticas y ha compuesto la banda sonora de la obra teatral The Americans de Sam Shepard.
Hola bon dia Miquel, Merci per la info. ja ho he compartit ! Veig que darrerament et dediques més al blog ! ….. .així ho has de fer home ! …si tens temps es clar….. s´hi passe molta estona i el temps passa volant ! Salut Jordi